sábado, 2 de julio de 2011

carlos guillermo /curriculo/temas /tareas: carlos guillermo /curriculo/temas /tareas: carlos ...

EL PROBLEMA DE LA TIERRA

EL PROBLEMA AGRARIO Y EL
PROBLEMA DEL INDIO

José Carlos Mariátegui

7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana

Q

José Carlos Mariátegui

uienes desde puntos de vista socialistas es­tudiamos y definimos el problema del indio, empezamos por declarar absolutamente superados los puntos de vista humanitarios o filantrópicos, en que, como una prolongación de la apostólica batalla del padre de Las Casas, se apoyaba la antigua campaña pro-indígena. Nuestro primer esfuerzo tiende a establecer su carácter de pro­blema fundamentalmente económico. Insurgimos primeramente, contra la tendencia instintiva -y defensiva- del criollo o "misti", a reducirlo a un problema exclusivamente administrativo, pe­dagógico, étnico o moral, para escapar a toda costa del plano de la economía. Por esto, el más absurdo de los reproches que se nos pueden di­rigir es el de lirismo o literaturismo. Colocando en primer plano el problema económico-social, asumimos la actitud menos lírica y menos litera­ria posible. No nos contentamos con reivindicar el derecho del indio a la

educación, a la cultu­ra, al progreso, al amor y al cielo. Comenza­mos por reivindicar, categóricamente, su dere­cho a la tierra. Esta reivindicación perfectamen­te materialista, debería bastar para que no se nos confundiese con los herederos o repetidores del verbo evangélico del gran fraile español, a quien, de otra parte, tanto materialismo no nos impide admirar y estimar fervorosamente.

Y este problema de la tierra, -cuya solida­ridad con el problema del indio es demasiado evidente- tampoco nos avenimos a atenuarlo o adelgazarlo oportunistamente. Todo lo contrario. Por mi parte, yo trato de plantearlo en términos absolutamente inequívocos y netos.

El problema agrario se presenta, ante todo, como el problema de la liquidación de la feudalidad en el Perú. Esta liquidación debía haber sido realizada ya por el régimen demoburgués formalmente establecido por la revolución de la independencia. Pero en el Perú no hemos teni­do en cien años de república, una verdadera clase burguesa, una verdadera clase capitalista. La antigua clase feudal -camuflada o disfraza­da de burguesía republicana- ha conservado sus posiciones. La política de desamortización de la propiedad agraria iniciada por la revolución de la Independencia, -como una consecuencia lógica de su ideología-, no condujo al desenvol­vimiento de la pequeña propiedad. La vieja cla­se terrateniente no había perdido su predomi­nio. La supervivencia de un régimen de latifun­distas produjo, en la práctica, el mantenimien­to del latifundio. Sabido es que la desamortiza­ción atacó más bien a la comunidad. Y el he­cho es que durante un siglo de república, la gran propiedad agraria se ha reforzado y engrandeci­do a despecho del liberalismo teórico de nues­tra Constitución y de las necesidades prácticas del desarrollo de nuestra economía capitalista.

Las expresiones de la feudalidad sobrevivien­te son dos: latifundio y servidumbre. Expresio­nes solidarias y consustanciales, cuyo análisis nos conduce a la conclusión de que no se puede liquidar la servidumbre, que pesa sobre la raza indígena, sin liquidar el latifundio.

Planteado así el problema agrario del Perú, no se presta a deformaciones equívocas. Apare­ce en toda su magnitud de problema económico-social -y por tanto político- del dominio de los hombres que actúan en este plano de hechos e ideas. Y resulta vano todo empeño de convertirlo, por ejemplo, en un problema técnico-agrícola del dominio de los agrónomos.

Nadie ignora que la solución liberal de este problema sería, conforme a la ideología individualista, el fraccionamiento de los latifundios para crear la pequeña propiedad. Es tan desmesurado el desconocimiento, que se constata a ca­da paso, entre nosotros, de los principios elementales del socialismo, que no será nunca obvio ni ocioso insistir en que esta fórmula -fraccio­namiento de los latifundios en favor de la pe­queña propiedad- no es utopista, ni herética, ni revolucionaria, ni bolchevique, ni vanguardis­ta, sino ortodoxa, constitucional, democrática, capitalista y burguesa. Y que tiene su origen en el ideario liberal en que se inspiran los Estatu­tos constitucionales de todos los Estados demo­burgueses. Y que en los países de la Europa Central y Oriental, -donde la crisis bélica tra­jo por tierra las últimas murallas de la feuda­lidad, con el consenso del capitalismo de Occi­dente que desde entonces opone precisamente a Rusia este bloque de países anti-bolcheviques­- en Checoslovaquia, Rumania, Polonia, Bulgaria, etc., se ha sancionado leyes agrarias que limi­tan, en principio, la propiedad de la tierra, al máximum de 500 hectáreas.

Congruetemente con mi posición ideológica, yo pienso que la hora de ensayar en el Perú el método liberal, la fórmula individualista, ha pasado ya. Dejando aparte las razones doctrinales, considero fundamentalmente este factor incontestable y concreto que da un carácter pe­culiar a nuestro problema agrario: la superviven­cia de la comunidad y de elementos de socialis­mo práctico en la agricultura y la vida indígenas.

Pero quienes se mantienen dentro de la doc­trina demo-liberal, -si buscan de veras una solución al problema del indio, que redima a éste, ante todo, de su servidumbre-, pueden dirigir la mirada a la experiencia checa o rumana, da­do que la mexicana, por su inspiración y su proceso, les parece un ejemplo peligroso. Para ellos es aún tiempo de propugnar la fórmula liberal. Si lo hicieran, lograrían, al menos, que en el debate del problema agrario provocado por la nueva generación, no estuviese del todo ausente el pensamiento liberal, que, según la his­toria escrita, rige la vida del Perú desde la fun­dación de la República.

COLONIALISMO-FEUDALISMO

E

l problema de la tierra esclarece la actitud vanguardista o socialista, ante las supervivencias del Virreinato. El "perricholismo" literario no nos interesa sino como signo o reflejo del colonialismo económico. La herencia colonial que queremos liquidar no es, fundamentalmente, la de "tapadas" y celosías, sino la del régimen eco­nómico feudal, cuyas expresiones son el gamo­nalismo, el latifundio y la servidumbre. La li­teratura colonialista, -evocación nostálgica del virreinato y de sus fastos-, no es para mí sino el mediocre producto de un espíritu engendra­do y alimentado por ese régimen. El Virreinato no sobrevive en el "perricholismo" de algunos trovadores y algunos cronistas. Sobrevive en el feudalismo, en el cual se asienta, sin imponerle todavía su ley, un capitalismo larvado e incipien­te. No renegamos, propiamente, la herencia es­pañola; renegamos la herencia feudal.

España nos trajo el Medioevo: inquisición, feudalidad, etc. Nos trajo luego, la Contrarreforma: espíritu reaccionario, método jesuítico, casuismo escolástico. De la mayor parte de estas cosas nos hemos ido liberando, penosamente, mediante la asimilación de la cultura occiden­tal, obtenida a veces a través de la propia Espa­ña. Pero de su cimiento económico, arraigado en los intereses de una clase cuya hegemonía no canceló la revolución de la independencia, no nos hemos liberado todavía. Los raigones de la feudalidad están intactos. Su subsistencia es res­ponsable, por ejemplo, del retardamiento de nues­tro desarrollo capitalista.

El régimen de propiedad de la tierra deter­mina el régimen político y administrativo de to­da nación. El problema agrario, -que la Repú­blica no ha podido hasta ahora resolver-, domi­na todos los problemas de la nuestra. Sobre una economía semifeudal no pueden prosperar ni funcionar instituciones democráticas y liberales.

En lo que concierne al problema indígena, la subordinación al problema de la tierra resulta más absoluta aún, por razones especiales. La ra­za indígena es una raza de agricultores. El pueblo inkaico era un pueblo de campesinos, dedi­cados ordinariamente a la agricultura y el pas­toreo. Las industrias, las artes, tenían un carác­ter doméstico y rural. En el Perú de los Inkas era más cierto que en pueblo alguno el princi­pio de que "la vida viene de la tierra". Los trabajos públicos, las obras colectivas, más admi­rables del Tawantinsuyo, tuvieron un objeto mi­litar, religioso o agrícola. Los canales de irriga­ción de la sierra y de la costa, los andenes y te­rrazas de cultivo de los Andes, quedan como los mejores testimonios del grado de organización económica alcanzado por el Perú inkaico. Su ci­vilización se caracterizaba, en todos sus rasgos dominantes, como una civilización agraria. "La tierra -escribe Valcárcel estudiando la vida eco­nómica del Tawantinsuyo- en la tradición regní­cola, es la madre común: de sus entrañas no só­lo salen los frutos alimenticios, sino el hombre mismo. La tierra depara todos los bienes. El culto de la Mama Pacha es par de la heliolátría, y como el sol no es de nadie en particular, tam­poco el planeta lo es. Hermanados los dos con­ceptos en la ideología aborigen, nació el agraris­mo, que es propiedad comunitaria de los cam­pos y religión universal del astro del día". (1)

Al comunismo inkaico, -que no puede ser ne­gado ni disminuido por haberse desenvuelto ba­jo el régimen autocrático de los Inkas- se le designa por esto como comunismo agrario. Los caracteres fundamentales de la economía inkaica -según César Ugarte, que define en general los rasgos de nuestro proceso con suma pondera­ción- eran los siguientes: "Propiedad colectiva de la tierra cultivable por el ayllu o conjunto de familias emparentadas, aunque dividida en lotes individuales intransferibles; propiedad colectiva de las aguas, tierras de pasto y bosques por la marca o tribu, o sea la federación de ayllus es tablecidos alrededor de una misma aldea; coo­peración común en el trabajo; apropiación indi­vidual de las cosechas y frutos". (2)

La destrucción de esta economía -y por ende de la cultura que se nutría de su savia- es una de las responsabilidades menos discutibles del coloniaje, no por haber constituido la destruc­ción de las formas autóctonas, sino por no ha­ber traído consigo su sustitución por formas superiores. El régimen colonial desorganizó y ani­quiló la economía agraria inkaica, sin reempla­zarla por una economía de mayores rendimien­tos. Bajo una aristocracia indígena, los nativos componían una nación de diez millones de hom­bres, con un Estado eficiente y orgánico cuya acción arribaba a todos los ámbitos de su so­beranía; bajo una aristocracia extranjera los na­tivos se redujeron a una dispersa y anárquica masa de un millón de hombres, caídos en la ser­vidumbre y el "felahismo".

El dato demográfico es, a este respecto, el más fehaciente y decisivo. Contra todos los reproches que, -en el nombre de conceptos libe­rales, esto es modernos, de libertad y justicia-, se puedan hacer al régimen inkaico, está el he­cho histórico -positivo, material-, de que aseguraba la subsistencia y el crecimiento de una población que, cuando arribaron al Perú los con­quistadores, ascendía a diez millones y que, en tres siglos de dominio español, descendió a un millón. Este hecho condena al coloniaje y no des­de los puntos de vista abstractos o teóricos o morales -o como quiera calificárseles- de la justicia, sino desde los puntos de vista prácticos, concretos y materiales de la utilidad.

El coloniaje, impotente para organizar en el Perú al menos una economía feudal, injertó en ésta elementos de economía esclavista.

LA POLÍTICA DEL COLONIAJE:
DESPOBLACIÓN Y ESCLAVITUD

Q

ue el régimen colonial español resultara. in­capaz de organizar en el Perú una economía de puro tipo feudal se explica claramente. No es posible organizar una economía sin claro enten­dimiento y segura estimación, sino de sus prin­cipios, al menos de sus necesidades. Una econo­mía indígena, orgánica, nativa, se forma sola. Ella misma determina espontáneamente sus ins­tituciones. Pero una economía colonial se esta­blece sobre bases en parte artificiales y extran­jeras, subordinada al interés del colonizador. Su desarrollo regular depende de la aptitud de éste para adaptarse a las condiciones ambientales o para transformarlas.

El colonizador español carecía radicalmente de esta aptitud. Tenía una idea, un poco fantástica, del valor económico de los tesoros de la na­turaleza, pero no tenía casi idea alguna del va­lor económico del hombre.

La práctica de exterminio de la población indígena y de destrucción de sus instituciones -en contraste muchas veces con las leyes y pro­videncias de la metrópoli- empobrecía y desangraba al fabuloso país ganado por los conquis­tadores para el Rey de España, en una medida que éstos no eran capaces de percibir y apreciar. Formulando un principio de la economía de su época, un estadista sudamericano del siglo XIX debía decir más tarde, impresionado por el es­pectáculo de un continente semidesierto: "Gober­nar es poblar". El colonizador español, infinita­mente lejano de este criterio, implantó en el Perú un régimen de despoblación.

La persecución y esclavizamiento de los indios deshacía velozmente un capital subestimado en grado inverosímil por los colonizadores: el capi­tal humano. Los españoles se encontraron cada día más necesitados de brazos para la explota­ción y aprovechamiento de las riquezas conquis­tadas. Recurrieron entonces al sistema más anti­-social y primitivo de colonización: el de la im­portación de esclavos. El colonizador renuncia­ba así, de otro lado, a la empresa para la cual antes se sintió apto el conquistador: la de asimi­lar al indio. La raza negra traída por él le tenía que servir, entre otras cosas, para reducir el desequilibrio demográfico entre el blanco y el indio.

La codicia de los metales preciosos -absolu­tamente lógica en un siglo en que tierras tan distantes casi no podían mandar a Europa otros productos-, empujó a los españoles a ocuparse preferentemente en la minería. Su interés pug­naba por convertir en un pueblo minero al que, bajo sus inkas y desde sus más remotos oríge­nes, había sido un pueblo fundamentalmente agrario. De este hecho nació la necesidad de im­poner al indio la dura ley de la esclavitud. El trabajo del agro, dentro de un régimen natural­mente feudal, hubiera hecho del indio un sier­vo vinculándolo a la tierra. El trabajo de las mi­nas y las ciudades, debía hacer de él un escla­vo. Los españoles establecieron, con el sistema de las "mitas", el trabajo forzado, arrancando al indio de su suelo y de sus costumbres.

La importación de esclavos negros que abas­teció de braceros y domésticos a la población española de la costa, donde se encontraba la se­de y corte del Virreinato, contribuyó a que Espa­ña no advirtiera su error económico y político. El esclavismo se arraigó en el régimen, vicián­dolo y enfermándolo.

El profesor Javier Prado, desde puntos de vista que no son naturalmente los míos, arribó en su estudio sobre el estado social del Perú del coloniaje a conclusiones que contemplan precisamente un aspecto de este fracaso de la empre­sa colonizadora: "Los negros –dice- considera­dos como mercancía comercial, e importados a la América, como máquinas humanas de traba­jo, debían regar la tierra con el sudor de su fren­te; pero sin fecundarla, sin dejar frutos pro­vechosos. Es la liquidación constante, siempre igual que hace la civilización en la historia de los pueblos: el esclavo es improductivo en el trabajo, como lo fue en el Imperio Romano y como lo ha sido en el Perú; y es en el organis­mo social un cáncer que va corrompiendo los sentimientos y los ideales nacionales. De esta suerte ha desaparecido el esclavo en el Perú, sin dejar los campos cultivados; y después de ha­berse vengado de la raza blanca, mezclando su sangre con la de ésta, y rebajando en ese con­tubernio el criterio moral e intelectual, de los que fueron al principio sus crueles amos, y más tarde sus padrinos, sus compañeros y sus hermanos " (3).

La responsabilidad de que se puede acusar hoy al coloniaje, no es la de haber traído una raza inferior -éste era el reproche esencial de los sociólogos de hace medio siglo-, sino la de haber traído con los esclavos, la esclavitud, des­tinada a fracasar como medio de explotación y organización económicos de la colonia, a la vez que a reforzar un régimen fundado sólo en la conquista y en la fuerza.

El carácter colonial de la agricultura de la costa, que no consigue aún liberarse de esta ta­ra, proviene en gran parte del sistema esclavis­ta. El latifundista costeño no ha reclamado nun­ca, para fecundar sus tierras, hombres sino bra­zos. Por esto, cuando le faltaron los esclavos negros, les buscó un sucedáneo en los coolíes chi­nos. Esta otra importación típica de un régimen de "encomenderos" contrariaba y entrababa co­mo la de los negros la formación regular de una economía liberal congruente con el orden políti­co establecido por la revolución de la indepen­dencia. César Ugarte lo reconoce en su estudio ya citado sobre la economía peruana, afirmando resueltamente que lo que el Perú necesitaba " no eran "brazos" sino "hombres". (4)

EL COLONIZADOR ESPAÑOL

L

a incapacidad del coloniaje para organizar la economía peruana sobre sus naturales bases agrícolas, se explica por el tipo de colonizador que nos tocó. Mientras en Norteamérica la co­lonización depositó los gérmenes de un espíritu y una economía que se plasmaban entonces en Europa y a los cuales pertenecía el porvenir, a la América española trajo los efectos y los mé­todos de un espíritu y una economía que decli­naban ya y a los cuales no pertenecía sino el pasado. Esta tesis puede parecer demasaido sim­plista a quienes consideran sólo su aspecto de tesis económica y, supérstites, aunque lo igno­ren, del viejo escolasticismo retórico, muestran esa falta de aptitud para entender el hecho eco­nómico que constituye el defecto capital de nues­tros aficionados a la historia. Me complace por esto encontrar en el reciente libro de José Vas­concelos, Indología, un juicio que tiene el valor de venir de un pensador a quien no se puede atribuir ni mucho marxismo ni poco hispanismo. "Si no hubiese tantas otras causas de orden mo­ral y de orden físico, -escribe Vasconcelos-, que explican perfectamente el espectáculo apa­rentemente desesperado del enorme progreso de los sajones en el Norte y el lento paso desorien­tado de los latinos del Sur, sólo la comparación de los dos sistemas, de los dos regímenes de propiedad, bastaría para explicar las razones del contraste. En el Norte no hubo reyes que estu­viesen disponiendo de la tierra ajena como de cosa propia. Sin mayor gracia de parte de sus monarcas y más bien, en cierto estado de rebe­lión moral contra el monarca inglés, los colo­nizadores del norte fueron desarrollando un sis­teina de propiedad privada en el cual cada quien pagaba el precio de su tierra y no ocupaba sino la extensión que podía cultivar. Así fue que en lugar de encomiendas hubo cultivos. Y en vez de una aristocracia guerrera y agrícola, con tim­bres de turbio abolengo real, abolengo cortesano de abyección y homicidio, se desarrolló una aris­tocracia de la aptitud que es lo que se llama democracia, una democracia que en sus comien­zos no reconoció más preceptos que los del lema francés: libertad, igualdad, fraternidad. Los hombres del norte fueron conquistando la selva virgen, pero no permitían que el general victo­rioso en la lucha contra los indios se apoderase, a la manera antigua nuestra, "hasta donde alcan­za la vista". Las tierras recién conquistadas no quedaban tampoco a merced del soberano para que las repartiese a su arbitrio y crease noble­za de doble condición moral: lacayuna ante el soberano e insolente y opresora del más débil. En el Norte la República coincidió con el gran movimiento de expansión y la República apartó una buena cantidad de las tierras buenas, creó grandes reservas sustraídas al comercio priva­do, pero no las empleó en crear ducados, ni en premiar servicios patrióticos, sino que las desti­nó al fomento de la instrucción popular. Y así, a medida que una población crecía, el aumento del valor de las tierras bastaba para asegurar el servicio de la enseñanza. Y cada vez que se levantaba una nueva ciudad en medio del desier­to no era el régimen de concesión, el régimen de favor el que primaba, sino el remate públi­co de los lotes en que previamente se subdivi­día el plano de la futura urbe. Y con la limita­ción de que una sola persona no pudiera adqui­rir muchos lotes a la vez. De este sabio, de este justiciero régimen social procede el gran pode­río norteamericano. Por no haber procedido en forma semejante, nosotros hemos ido caminando tantas veces para atrás". (5)

La feudalidad es, como resulta del juicio de Vasconcelos, la tara que nos dejó el coloniaje. Los países que, después de la Independencia, han conseguido curarse de esa tara son los que han progresado; los que no lo han logrado todavía, son los retardados. Ya hemos visto cómo a la tara de la feudalidad, se juntó la tara del es­clavismo.

El español no tenía las condiciones de colonización del anglo-sajón. La creación de los EE. UU. se presenta como la obra del pioneer. España después de la epopeya de la conquista no nos mandó casi sino nobles, clérigos y villanos. Los conquistadores eran de una estirpe heroica; los colonizadores, no. Se sentían señores, no se sentían pioneers. Los que pensaron que la ri­queza del Perú eran sus metales preciosos, con­virtieron a la minería, con la práctica de las mi­tas, en un factor de aniquilamiento del capital humano y de decadencia de la agricultura. En el propio repertorio civilista encontramos testi­monios de acusación. Javier Prado escribe que "el estado que presenta la agricultura en el virreinato del Perú es del todo lamentable de­bido al absurdo sistema económico mantenido por los españoles", y que de la despoblación del país era culpable su régimen de explotación. (6)

El colonizador, que en vez de establecerse en los campos se estableció en las minas, tenía la psicología del buscador de oro. No era, por con­siguiente, un creador de riqueza. Una economía, una sociedad, son la obra de los que colonizan y vivifican la tierra; no de los que precariamen­te extraen los tesoros de su subsuelo. La his­toria del florecimiento y decadencia de no pocas poblaciones coloniales de la sierra, determina­dos por el descubrimiento y el abondono de mi­nas prontamente agotadas o relegadas, demues­tra ampliamente entre nosotros esta ley histórica.

Tal vez las únicas falanges de verdaderos co­lonizadores que nos envió España fueron las misiones de jesuitas y dominicos. Ambas congrega­ciones, especialmente la de jesuitas, crearon en el Perú varios interesantes núcleos de produc­ción. Los jesuitas asociaron en su empresa los factores religioso, político y económico, no en la misma medida que en el Paraguay, donde reali­zaron su más famoso y extenso experimento, pe­ro sí de acuerdo con los mismos principios.

Esta función de las congregaciones no sólo se conforma con toda la política de los jesuitas en la América española, sino con la tradición misma de los monasterios en el Medio Evo. Los monasterios tuvieron en la sociedad medioeval, entre otros, un rol económico. En una época gue­rrera y mística, se encargaron de salvar la téc­nica de los oficios y las artes, disciplinando y cultivando elementos sobre los cuales debía cons­tituirse más tarde la industria burguesa. Jorge Sorel es uno de los economistas modernos que mejor remarca y define el papel de los monasterios en la economía europea, estudiando a la orden beriedictina como el prototipo del mo­nasterio-empresa industrial. "Hallar capitales -apunta Sorel- era en ese tiempo un problema muy difícil de resolver; para los monjes era asaz simple. Muy rápidamente las donaciones de ri­cas familias les prodigaron grandes cantidades de metales preciosos; la acumulación primitiva resultaba muy facilitada. Por otra parte los con­ventos gastaban poco y la estricta economía que imponían las reglas recuerda los hábitos parsi­moniosos de los primeros capitalistas. Durante largo tiempo los monjes estuvieron en grado de hacer operaciones excelentes para aumentar su fortuna". Sorel nos expone, cómo "después de haber prestado a Europa servicios eminentes que todo el mundo reconoce, estas instituciones de­clinaron rápidamente" y cómo los benedictinos "cesaron de ser obreros agrupados en un taller casi capitalista y se convirtieron en burgueses retirados de los negocios, que no pensaban sino en vivir en una dulce ociosidad en la campíña". (7)

Este aspecto de la colonización, como otros muchos de nuestra economía, no ha sido aún estudiado. Me ha correspondido a mí, marxista convicto y confeso, su constatación. Juzgo este estudio, fundamental para la justificación econó­mica de las medidas que, en la futura política agraria, concernirán a los fundos de los conven­tos y congregaciones, porque establecerá concluyentemente la caducidad práctica de su dominio Y de los títulos reales en que reposaba.

LA "COMUNIDAD" BAJO EL COLONIAJE

L

as leyes de Indias amparaban la propiedad indígena y reconocían su organización comunis­ta. La legislación relativa a las "comunidades" indígenas, se adaptó a la necesidad de no atacar las instituciones ni las costumbres indiferentes al espíritu religioso y al carácter político del Coloniaje. El comunismo agrario del ayllu, una vez destruido el Estado Inkaiko, no era incom­patible con el uno ni con el otro. Todo lo con­trario. Los jesuitas aprovecharon precisamente el comunismo indígena en el Perú, en México y en mayor escala aún en el Paraguay, para sus Fines de catequización. El régimen medioeval, teórica y prácticamente, conciliaba la propiedad feudal con la propiedad comunitaria.

El reconocimiento de las comunidades y de sus costumbres económicas por las leyes de Indias, no acusa simplemente sagacidad realista de la política colonial sino se ajusta absolutamente a la teoría y la práctica feudales. Las dis­posiciones de las leyes coloniales sobre la comunidad, que mantenían sin inconveniente el me­canismo económico de ésta, reformaban, en cam­bio, lógicamente, las costumbres contrarias a la doctrina católica (la prueba matrimonial, etc.), tendían a convertir la comunidad en una rue­da de su maquinaria administrativa y fiscal. La comunidad podía y debía subsistir, para la ma­yor gloria y provecho del Rey y de la Iglesia.

Sabemos bien que esta legislación en gran parte quedó únicamente escrita. La propiedad indígena no pudo ser suficientemente amparada, por razones dependientes de la práctica colonial. Sobre este hecho están de acuerdo todos los tes­timonios. Ugarte hace las siguientes constatacio­nes: "Ni las medidas previsoras de Toledo, ni las que en diferentes oportunidades trataron de ponerse en práctica, impidieron que una gran parte de la propiedad indígena pasara legal o ilegalmente a manos de los españoles o criollos. Una de las instituciones que facilitó este despo­jo disimulado fue la de las "encomiendas". Con­forme al concepto legal de la institución, el en­comendero era un encargado del cobro de los tributos y de la organización y cristianización de sus tributarios. Pero en la realidad de las co­sas, era un señor feudal, dueño de vidas y ha­ciendas, pues disponía de los indios como si fue­ran árboles del bosque y muertos ellos o ausen­tes, se apoderaba por uno u otro medio de sus tierras. En resumen, el régimen agrario colo­nial determinó la sustitución de una gran parte de las comunidades agrarias indígenas por lati­fundios de propiedad individual, cultivados por los indios bajo una organización feudal. Estos grandes feudos, lejos de dividirse con el trans­curso del tiempo, se concentraron y consolidaron en pocas manos a causa de que la propie­dad inmueble estaba sujeta a innumerables tra­bas y gravámenes perpetuos que la inmoviliza­ron tales como los mayorazgos, las capellanías, las fundaciones, los patronatos y demás vincu­laciones de la. propiedad". (8)

La feudalidad dejó análogamente subsisten­tes las comunas rurales en Rusia, país con el cual es siempre interesante el paralelo porque a su proceso histórico se aproxima el de estos países agrícolas y semifeudales mucho más que al de los países capitalistas de Occidente. Eugé­ne Schkaff, estudiando la evolución del mír en Rusia, escribe: "Como los señores respondían por los impuestos, quisieron que cada campesi­no tuviera más o menos la misma superficie de tierra para que cada uno contribuyera con su trabajo a pagar los impuestos; y para que la efectividad de éstos estuviera asegurada, estable­cieron la responsabilidad solidaria. El gobierno la extendió a los demás campesinos. Los repar­tos tenían lugar cuando el número de siervos había variado. El feudalismo y el absolutismo transformaron poco a poco la organización comunal de los campesinos en instrumento de ex­plotación. La emancipación de los siervos no aportó, bajo este aspecto, ningún cambio" (9). Bajo el régimen de propiedad señorial, el mir ruso, como la comunidad peruana, experimentó una completa desnaturalización. La superficie de tie­rras disponibles para los comuneros resultaba cada vez más insuficiente y su repartición cada vez más defectuosa. El mir no garantizaba a los campesinos la tierra necesaria para su susten­to; en cambio garantizaba a los propietarios la provisión de brazos indispensables para el tra­bajo de sus latifundios. Cuando en 1861 se abolió la servidumbre, los propietarios encontraron el modo de subrogarla reduciendo los lotes con­cedidos a sus campesinos a una extensión que no les consintiese subsistir de sus propios pro­ductos. La agricultura rusa conservó, de este modo, su carácter feudal. El latifundista empleó en su provecho la reforma. Se había dado cuen­ta ya de que estaba en su interés otorgar a los campesinos una parcela, siempre que, no basta­ra para la subsistencia de él y de su familia. No había medio más seguro para vincular el cam­pesino a la tierra, limitando al mismo tiempo, al mínimo, su emigración. El campesino se veía forzado a prestar sus servicios al propietario, quien contaba para obligarlo al trabajo en su latifundio -si no hubiese bastado la miseria a que lo condenaba la ínfima parcela- con el do­mino de prados, bosques, molinos, aguas, etc.

La convivencia de "comunidad" y latifundio en el Perú está, pues, perfectamente explicada, no sólo por las características del régimen del Coloniaje, sino también por la experiencia de la Europa feudal. Pero la comunidad, bajo este ré­gimen, no podía ser verdaderamente amparada sino apenas tolerada. El latifundista le imponía la ley de su fuerza despótica sin control posible del Estado. La comunidad sobrevivía, pero den­tro de un régimen de servidumbre. Antes habia sido la célula misma del Estado que le aseguraba el dinamismo necesario para el bienes­tar de sus miembros. El coloniaje la petrificaba dentro de la gran propiedad, base de un Estado nuevo, extraño a su destino.

El liberalismo de las leyes de la República, impotente para destruir la feudalidad y para crear el capitalismo, debía, más tarde, negarle el amparo formal que le había concedido el abso­lutismo de las leyes de la Colonia.

LA REVOLUCIÓN

DE LA INDEPENDENCIA
Y LA PROPIEDAD AGRARIA

E

ntremos a examinar ahora cómo se presen­ta el problema de la tierra bajo la República. Para precisar mis puntos de vista sobre este pe­ríodo, en lo que concierne a la cuestión agraria, debo insistir en un concepto que ya he expresa­do respecto al carácter de la revolución de la independencia en el Perú. La revolución encon­tró al Perú retrasado en la formación de su burguesía. Los elementos de una economía ca­pitalista eran en nuestro país más embrionarios que en otros países de América donde la revo­lución contó con una burguesía menos larvada, menos incipiente.

Si la revolución hubiese sido un movimien­to de las masas indígenas o hubiese representa­do sus reivindicaciones, habría tenido necesaria­mente una fisonomía agrarista. Está ya bien estudiado cómo la revolución francesa benefició particularmente a la clase rural, en la cual tuvo que apoyarse para evitar el retorno del anti­guo régimen. Este fenómeno, además, parece peculiar en general así a la revolución burgue­sa como a la revolución socialista, a juzgar por las consecuencias mejor definidas y más estables del abatimiento de la feudalidad en la Europa central y del zarismo en Rusia. Dirgídas y actua­das principalmente por la burguesía urbana y el proletariado urbano, una y otra revolución han tenido como inmediatos usufructuarios a los campesinos. Particularmente en Rusia, ha sido ésta la clase que ha cosechado los primeros fru­tos de la revolución bolchevique, debido a que en ese país no se había operado aún una revo­lución burguesa que a su tiempo hubiera liqui­dado la feudalidad y el absolutismo e instaura­do en su lugar un régimen demo-liberal.

Pero, para que la revolución demo-liberal ha­ya tenido estos efectos, dos premisas han sido necesarias: la existencia de una burguesía cons­ciente de los fines y los intereses de su acción y la existencia de un estado de ánimo revolucio­nario en la clase campesina y, sobre todo, su reivindicación del derecho a la tierra en términos incompatibles con el poder de la aristocracia terrateniente. En el Perú, menos todavía que en otros países de América, la revolución de la inde­pendencia no respondía a estas premisas. La re­volución había triunfado por la obligada solidaridad continental de los pueblos que se rebe­laban contra el dominio de España y porque las circunstancias políticas y económicas del mundo trabajaban a su favor. El nacionalismo continental de los revolucionarios hispanoame­ricanos se juntaba a esa mancomunidad forzosa de sus destinos, para nivelar a los pueblos más avanzados en su marcha al capitalismo con los más retrasados en la misma vía.

Estudiando la revolución argentina y, por ende, la americana, Echeverría clasifica las cla­es en la siguiente forma: "La sociedad, americana –dice- estaba dividida en tres clases opuestas en intereses, sin vínculo alguno de so­ciabilidad moral y política. Componían la primera los togados, el clero y los mandones; la se­gunda los enriquecidos por el monopolio y el capricho de la fortuna; la tercera los villanos, llamados "gauchos" y "compadritos" en el Río de la Plata, "cholos" en el Perú, "rotos" en Chi­Ie, "leperos" en México. Las castas indígenas y africanas eran esclavas y tenían una existencia extrasocial. La primera gozaba sin producir y tenía el poder y fuero del hidalgo; era la aristocracia compuesta en su mayor parte de españoles y de muy pocos americanos. La segunda gozaba, ejerciendo tranquilamente su industria y comercio, era la clase media que se sentaba en los cabildos; la tercera, única productora por el trabajo manual, componíase de artesanos y proletarios de todo género. Los descendientes americanos de las dos primeras clases que re­cibían alguna educación en América o en la Península, fueron los que levantaron el estan­darte de la revolución". (10)

La revolución americana, en vez del conflic­to entre la nobleza terrateniente y la burguesía comerciante, produjo en muchos casos su cola­boración, ya por la impregnación de ideas liberales que acusaba la aristocracia, ya porque és­ta en muchos casos no veía en esa revolución sino un movimiento de emancipación de la coro­na de España. La población campesina, que en el Perú era indígena, no tenía en la revolución una presencia directa, activa. El programa revo­lucionario no representaba sus reivindicaciones.

Mas este programa se inspiraba en el ideario liberal. La revolución no podía prescindir de principios que consideraban existentes reivindi­caciones agrarias, fundadas en la necesidad prác­tica y en la justicia teórica de liberar el domi­nio de la tierra de las trabas feudales. La República insertó en su estatuto estos principios. El Perú no tenía una clase burguesa que los aplicase en armonía con sus intereses económi­cos y su doctrina política y jurídica. Pero la República -porque este era el curso y el mandato de la historia- debía constituirse sobre princi­pios liberales y burgueses. Sólo que las conse­cuencias prácticas de la revolución en lo que se relacionaba con la propiedad agraria, no podían dejar de detenerse en el límite que les fijaban los intereses de los grandes propietarios.

Por esto, la política de desvinculación de la propiedad agraria, impuesta por los fundamen­tos políticos de la República, no atacó al latifun­dio. Y -aunque en compensación las nuevas leyes ordenaban el reparto de tierras a los in­dígenas- atacó, en cambio, en el nombre de los postulados liberales, a la "comunidad".

Se inauguró así un régimen que, cualesquie­ra que fuesen sus principios, empeoraba en cier­to grado la condición de los indígenas en vez de mejorarla. Y esto no era culpa del ideario que inspiraba la nueva política y que, rectamen­te aplicado, debía haber dado fin al dominio feudal de la tierra convirtiendo a los indígenas en pequeños propietarios.

La nueva política abolía formalmente las "mitas", encomiendas, etc. Comprendía un con­junto de medidas que significaban la emancipa­ción del indígena como siervo. Pero como, de otro lado, dejaba intactos el poder y la fuerza de la propiedad feudal, invalidaba sus propias medidas de protección de la pequeña propie­dad y del trabajador de la tierra.

La aristocracia terrateniente, si no sus pri­vilegios de principio, conservaba sus posiciones de hecho. Seguía siendo en el Perú la clase do­minante. La revolución no había realmente ele­vado al poder a una nueva clase. La burguesía profesional y comerciante era muy débil para gobernar. La abolición de la servidumbre no pa­saba, por esto, de ser una declaración teórica, porque la revolución no había tocado el lati­fundio. Y la servidumbre no es sino una de las caras de la feudalidad, pero no la feudalidad misma.

POLÍTICA AGRARIA DE LA REPÚBLICA

D

urante el período de caudillaje militar que siguió a la revolución de la independencia, no pudo lógicamente desarrollarse, ni esbozarse si­quiera, una política liberal sobre la propiedad agraria. El caudillaje militar era el producto na­tural de un período revolucionario que no había podido crear una nueva clase dirigente. El poder, dentro de esta situación, tenía que ser ejercido por los militares de la revolución que, de un lado gozaban del prestigio marcial de sus lau­reles de guerra y, de otro lado, estaban en gra­do de mantenerse en el gobierno por la fuerza de las armas. Por su puesto, el caudillo no po­día sustraerse al influjo de los intereses de clase o de las fuerzas históricas en contraste. Se apo­yaba en el liberalismo inconsistente y retórico del demos urbano o el conservantismo colonialis­ta de la casta terrateniente. Se inspiraba en la clientela de tribunos y abogados de la democra­cia citadina o de literatos y retores de la aris­tocracia latifundista. Porque, en el conflicto de intereses entre liberales v conservadores, falta­ba una directa y activa reivindicación campesi­na que obligase a los primeros a incluir en su programa la redistribución de la propiedad agraria.

Este problema básico habría sido advertido y apreciado de todos modos por un estadista superior. Pero ninguno de nuestros caciques mi­litares de este período lo era.

El caudillaje militar, por otra parte, parece orgánicamente incapaz de una reforma de esta envergadura que requiere ante todo un avisado criterio jurídico y económico. Sus violencias pro­ducen una atmósfera adversa a la experimenta­ción de los principios de un derecho y de una economía nuevas. Vasconcelos observa a este respecto lo siguiente: "En el orden económico es constantemente el caudillo el principal sostén del latifundio. Aunque a veces se proclamen ene­migos de la propiedad, casi no hay caudillo que no remate en hacendado. Lo cierto es que el po­der militar trae fatalmente consigo el delito de apropiación exclusiva de la tierra; llámese el soldado, caudillo, Rey o Emperador: despotismo y latifundio son términos correlativos. Y es na­tural, los derechos económicos, lo mismo que los políticos, sólo se pueden conservar y defen­der dentro de un régimen de libertad. El absolu­tismo conduce fatalmente a la miseria de los muchos y al boato y al abuso de los pocos. Só­lo la democracia a pesar de todos sus defectos ha podido acercarnos a las mejores realízacio­nes de la justicia social, por lo menos la demo­cracia antes de que degenere en los imperialis­mos de las repúblicas demasiado prósperas que se ven rodeadas de pueblos en decadencia. De todas maneras, entre nosotros el caudillo y el go­bierno de los militares han cooperado al desa­rrollo del latifundio. Un examen siquiera super­ficial de los títulos de propiedad de nuestros grandes terratenientes, bastaría para demostrar que casi todos deben su haber, en un principio, a la merced de la Corona española, después a con­cesiones y favores legítimos acordados a los generales influyentes de nuestras falsas repúblicas. Las mercedes y las concesiones se han acorda­do, a cada paso, sin tener en cuenta los derechos de poblaciones enteras de indígenas o de mesti­zos que carecieron de fuerza para hacer valer su domínio". (11)

Un nuevo orden jurídico y económico no pue­de ser, en todo caso, la obra de un caudillo sino de una clase. Cuando la clase existe, el caudillo funciona como su intérprete y su fiduciario. No es ya su arbitro personal, sino un conjunto de ntereses y necesidades colectivas lo que decide su política. El Perú carecía de una clase burgue­sa capaz de organizar un Estado fuerte y apto. El militarismo representaba un orden elemen­tal y provisorio, que apenas dejase de ser indis­pensable, tenía que ser sustituido por un orden más avanzado y orgánico. No era posible que comprendiese ni considerase siquiera el proble­ma agrario. Problemas rudimentarios y momen­táneos acaparaban su limitada acción. Con Casti­lla rindió su máximo fruto el caudillaje militar. Su oportunismo sagaz, su malicia aguda, su es­píritu mal cultivado, su empirismo absoluto, no le consintieron practicar hasta el fin una políti­ca liberal. Castilla se dio cuenta de que los liberales de su tiempo constituían un cenáculo, una agrupación, mas no una clase. Esto le indujo a evitar con cautela todo acto seriamente opues­to a los intereses y principios de la clase con­servadora. Pero los méritos de su política. resi­den en lo que tuvo de reformadora y progresis­ta. Sus actos de mayor significación histórica, la abolición de la esclavitud de los negros y de la contribución de indígenas, representan su acti­tud liberal.

Desde la promulgación del Código Civil se entró en el Perú en un período de organización gradual. Casi no hace falta remarcar que esto acusaba entre otras cosas la decadencia del militarismo. El Código, inspirado en los mismos principios que los primeros decretos de la Re­pública sobre la tierra, reforzaba y continuaba la política de desvinculación y movilización de la propiedad agraria. Ugarte, registrando las con­secuencias de este progreso de la legislación na­cional en lo que concierne a la tierra, anota que el Código "confirmó la abolición legal de las co­munidades indígenas y de las vinculaciones de dominio; innovando la legislación precedente, estableció la ocupación como uno de los modos de adquirir los inmuebles sin dueño; en las re­glas sobre sucesiones, trató de favorecer la pe­queña propiedad". (12)

Francisco García Calderón atribuye al Códi­go Civil efectos que en verdad no tuvo o que, por lo menos, no revistieron el alcance radical y absoluto que su optimismo les asigna: "La constitución –escribe- había destruido los pri­vilegios y la ley civil dividía las propiedades y arruinaba la igualdad de derecho en las fami­lias. Las consecuencias de esta disposición eran, en el orden político, la condenación de toda oli­garquía, de toda aristocracia de los latifundios; en el orden social, la ascensión de la burguesía y del mestizaje". "Bajo el aspecto económico, la partición igualitaria de las sucesiones favoreció la formación de la pequeña propiedad antes entrabada por los grandes dominios señoriales".(13)

Esto estaba sin duda en la intención de los codificadores del derecho en el Perú. Pero el Código Civil no es sino uno de los instrumen­tos de la política liberal y de la práctica capitalista. Como lo reconoce Ugarte, en la legislación peruana "se ve el propósito de favorecer la de­mocratización de la propiedad rural, pero por medios puramente negativos aboliendo las trabas más bien que prestando a los agricultores una protección positiva".(14) En ninguna parte la divi­sión de la propiedad agraria, o mejor, su redis­tribución, ha sido posible sin leyes especiales de expropiación que han transferido el dominio del suelo a la clase que lo trabaja.

No obstante el Código, la pequeña propiedad no ha prosperado en el Perú. Por el contrario, el latifundio se ha consolidado y extendido. Y la propiedad de la comunidad indígena ha sido la única que ha sufrido las consecuencias de este liberalismo deformado.

LA GRAN PROPIEDAD Y EL PODER POLÍTICO

L

os dos factores que se opusieron a que la revolución de la independencia planteara y abor­dara en el Perú el problema agrario -extrema incipiencia de la burguesía urbana y situación extrasocial, como la define Echeverría, de los indígenas-, impidieron más tarde que los go­biernos de la República desarrollasen una políti­ca dirigida en alguna forma a una distribución menos desigual e injusta de la tierra.

Durante el período del caudillaje militar, en vez de fortalecerse el demos urbano, se robusteció la aristocracia latifundista. En poder de extranjeros el comercio y la finanza, no era po­sible económicamente el surgimiento de una vi­gorosa burguesía urbana. La educación española, extraña radicalmente a los fines y necesida­des del industrialismo y del capitalismo, no pre­paraba comerciantes ni técnicos sino abogados, literatos, teólogos, etc. Estos, a menos de sentir una especial vocación por el jacobinismo o la demagogia, tenían que constituir la clientela de la casta propietaria. El capital comercial, casi exclusivamente extranjero, no podía a su vez hacer otra cosa que entenderse y asociarse con esta aristocracia que, por otra parte, tácita o explícitamente, conservaba su predominio polí­tico. Fue así como la aristocracia terrateniente y sus ralliés resultaron usufructuarios de la po­lítica fiscal y de la explotación del guano y del salitre. Fue así también cómo esta casta, forza­da por su rol económico, asumió en el Perú la. función de clase burguesa, aunque sin perder sus resabios y prejuicios coloniales y aristocráticos. Fue así, en fin, como las categorías burguesas urbanas -profesionales, comerciantes- conclu­yeron por ser absorbidas por el civilismo.

El poder de esta clase -civilistas o "neogo­dos"- procedía en buena cuenta de la propie­dad de la tierra. En los primeros años de la In­dependencia, no era precisamente una clase de capitalistas sino una clase de propietarios. Su condición de clase propietaria -y no de clase ilustrada- le había consentido solidarizar sus intereses con los de los comerciantes y presta­mistas extranjeros y traficar a este título con el Estado y la riqueza pública. La propiedad de la tierra, debida al Virreinato, le había dado bajo la República la posesión del capital comercial. Los privilegios de la colonia habían engendrado los privilegios de la República.

Era, por consiguiente, natural e instintivo en esta clase el criterio más conservador respecto al dominio de la tierra. La subsistencia de la condición extrasocial de los indígenas, de otro lado, no oponía a los intereses feudales del lati­fundismo las reivindicaciones de masas campesi­nas conscientes.

Estos han sido los factores principales del mantenimiento y desarrollo de la gran propie­dad. El liberalismo de la legislación republica­na, inerte ante la propiedad feudal, se sentía acti­vo sólo ante la propiedad comunitaria. Si no po­día nada contra el latifundio, podía mucho con­tra la "comunidad". En un pueblo de tradición comunista, disolver la "comunidad" no servía a crear la pequeña propiedad. No se transforma artificialmente a una sociedad. Menos aún a una sociedad campesina, profundamente adherida a su tradición y a sus instituciones jurídicas. El individualismo no ha tenido su origen en ningún país ni en la Constitución del Estado ni en el Código Civil. Su formación ha tenido siempre un proceso a la vez más complicado y más espontáneo. Destruir las comunidades no signifi­caba convertir a los indígenas en pequeños pro­pietarios y ni siquiera en asalariados libres, sino entregar sus tierras a los gamonales y a su clientela. El latifundista encontraba así, más fá­cilmente, el modo de vincular el indígena al latifundio.

Se pretende que el resorte de la concentra­ción de la propiedad agraria en la costa ha sido la necesidad de los propietarios de disponer pa­cíficamente de suficiente cantidad de agua. La agricultura de riego, en valles formados por ríos de escaso caudal, ha determinado, según esta te­sis, el florecimiento de la gran propiedad y el sofocamiento de la media y la pequeña. Pero es­ta es una tesis especiosa y sólo en mínima par­te exacta. Porque la razón técnica o material que superestima, únicamente influye en la con­centración de la propiedad desde que se han establecido y desarrollado en la costa vastos cul­tivos industriales. Antes de que esto prosperara, antes de que la agricultura de la costa adquirie­ra una organización capitalista, el móvil de los riesgos era demasiado débil para decidir la con­centración de la propiedad. Es cierto que la escasez de las aguas de regadío, por las dificul­tades de su distribución entre múltiples regan­tes, favorece a la gran propiedad. Mas no es cierto que ésta sea el origen de que la propiedad no se haya subdidivido. Los orígenes del latifundio costeño se remontan al régimen colo­nial. La despoblación de la costa, a consecuen­cia de la práctica colonial, he ahí, a la vez que una de las consecuencias, una de las razones del régimen de la gran propiedad. El problema de los brazos, el único que ha sentido el terra­teniente costeño, tiene todas sus raíces en el la­tifundio. Los terratenientes quisieron resolverlo con el esclavo negro en los tiempos de la colo­nia, con el coolí chino en los de la república. Vano empeño. No se puebla ya la tierra con esclavos. Y sobre todo, no se la fecunda. Debi­do a su política, los grandes propietarios tienen en la costa toda la tierra que se puede poseer; pero en cambio, no tienen hombres bastantes para vivificarla y explotarla. Esta es la defen­sa de la gran propiedad. Mas es también su miseria y su tara.

La situación agraria de la sierra demuestra, por otra parte, lo artificioso de la tesis anteci­tada. En la sierra no existe el problema del agua. Las lluvias abundantes permiten al latifundista, Como al comunero, los mismos cultivos. Sin em­bargo, también en la sierra se constata el fenó­meno de concentración de la propiedad agra­ria. Este hecho prueba el carácter esencialmen­te político-social de la cuestión.

El desarrollo de cultivos industriales, de una agricultura de exportación, en las haciendas de la costa, aparece íntegramente subordinado a la colonización económica de los países de América Latina por el capitalismo occidental. Los comer­ciantes y prestamistas británicos se interesaron por la explotación de estas tierras cuando com­probaron la posibilidad de dedicarlas con ven­taja a la producción de azúcar primero y de algodón después. Las hipotecas de la propiedad agraria las colocaban, en buena parte, desde épo­ca muy lejana, bajo el control de las firmas extranjeras. Los hacendados, deudores a los co­merciantes, prestamistas extranjeros, servían de intermediarios, casi de "yanacones", al capitalis­mo anglo-sajón para asegurarle la explotación de campos cultivados a un costo mínimo por braceros esclavizados y miserables, curvados so­bre la tierra bajo el látigo de los "negreros" Coloniales.

Pero en la costa el latifundio ha alcanzado un grado más o menos avanzado de técnica capitalista, aunque su explotación repose aún sobre prácticas y principios feudales. Los coeficientes de producción de algodón y caña corres­ponden al sistema capitalista. Las empresas cuentan con capitales poderosos y las tierras son trabajadas con máquinas y procedimientos mo­dernos. Para el beneficio de los productos fun­cionan poderosas plantas industriales. Mientras tanto, en la sierra las cifras de producción de las tierras de latifundio no son generalmente mayores a las de tierras de la comunidad. Y, si la justificación de un sistema de producción es­tá en sus resultados, como lo quiere un criterio económico objetivo, este solo dato condena en la Sierra de manera irremediable el régimen de propiedad agraria.

LA "COMUNIDAD" BAJO LA REPÚBLICA

H

emos visto ya cómo el liberalismo formal de la legislación republicana no se ha mostrado activo sino frente a la "comunidad" indígena. Puede decirse que el concepto de propiedad in­dividual casi ha tenido una función antisocial en la República a causa de su conflicto con la sub­istencia de la "comunidad". En efecto, si la di­solución y expropiación de ésta hubiese sido de­cretada y realizada por un capitalismo en vigo­roso y autónomo crecimiento, habría aparecido como una imposición del progreso económico. El indio entonces habría pasado de un régimen mixto de comunismo y servidumbre a un régi­men de salario libre. Este cambio lo habría des­naturalizado un poco; pero lo habría puesto en grado de organizarse y emanciparse como clase, por la vía de los demás proletariados del mun­do. En tanto, la expropiación y absorción gra duales de la "comunidad" por el latifundismo, de un lado lo hundía más en la servidumbre y de otro destruía la institución económica y ju­rídica que salvaguardaba en parte el espíritu y la materia de su antigua civilización. (15)

Durante el período republicano, los escrito­res y legisladores nacionales han mostrado una tendencia más o menos uniforme a condenar la "comunidad" como un rezago de una sociedad primitiva o como una supervivencia de la orga­nización colonial. Esta actitud ha respondido en unos casos al interés del gamonalismo terrate­niente y en otros al pensamiento individualista y liberal que dominaba automáticamente una cul­tura demasiado verbalista y extática.

Un estudio del doctor M. V. Villarán, uno de los intelectuales que con más actitud crítica y mayor coherencia doctrinal representa este pen­samiento en nuestra primera centuria, señaló el principio de una revisión prudente de sus con­clusiones respecto a la "comunidad" indígena. El doctor Villarán mantenía teóricamente su posi­ción liberal, propugnando en principio la individualización de la propiedad, pero prácticamen­te aceptaba la protección de las comunidades contra el latifundismo, reconociéndoles una fun­ción a la que el Estado debía su tutela.

Mas la primera defensa orgánica y documen­tada de la "comunidad" indígena tenía que inspirarse en el pensamiento socialista y reposar en un estudio concreto de su naturaleza, efectuado conforme a los métodos de investigación de, la sociología y la economía modernas. El li­bro de Hildebrando Castro Pozo, Nuestra Comu­nidad Indígena, así lo comprueba. Castro Pozo, en este interesante estudio, se presenta exento de pre-conceptos liberales. Esto le permite abor­dar el problema de la "comunidad" con una mente apta para valorarla y entenderla. Castro Pozo, no sólo nos descubre que la "comunidad" indígena, malgrado los ataques del formalismo liberal puesto al servicio de un régimen de feu­dalidad, es todavía un organismo viviente, sino que, a pesar del medio hostil dentro del cual vegeta sofocada y deformada, manifiesta espon­táneamente evidentes posibilidades de evolución y desarrollo.

Sostiene Castro Pozo, que "el ayllu o comu­nidad, ha conservado su natural idiosincracia, su carácter de institución casi familiar en cuyo seno continuaron subsistentes, después de la conquista, sus principales factores constítutivos". (16)

En esto se presenta, pues, de acuerdo con Valcárcel, cuyas proposiciones respecto del ayllu, parecen a algunos excesivamente dominadas por su ideal de resurgimiento indígena.

¿Qué son y cómo funcionan las "comunida­des" actualmente? Castro Pozo cree que se les puede distinguir conforme a la siguiente clasifi­cación: "Primero.- Comunidades agrícolas; Se­gundo.- Comunidades agrícolas ganaderas; Terce­ro.- Comunidades de pastos y aguas; y Cuar­to.- Comunidades de usufructuación. Debiendo tenerse en cuenta que en un país como el nues­tro, donde una misma institución adquiere di­versos caracteres, según el medio en que se ha desarrollado, ningún tipo de los que en esta cla­sificación se presume se encuentra en la reali­dad, tan preciso y distinto de los otros que, por sí solo, pudiera objetivarse en un modelo. To­do lo contrario, en el primer tipo de las comu­nidades agrícolas se encuentran caracteres co­rrespondientes a los otros y en éstos, algunos concernientes a aquél; pero como el conjunto de factores externos ha impuesto a cada uno de estos grupos un determinado género de vida en sus costumbres, usos y sistemas de trabajo, en sus propiedades e industrias, priman los caracteres agrícolas, ganaderos, ganaderos en pastos y aguas comunales o sólo los dos últimos y los de falta absoluta o relativa de propiedad de las tierras y la usufructuación de éstas por el ayllu que, indudablemente, fue su único propietario".(17)

Estas diferencias se han venido elaborando no por evolución o degeneración natural de la antigua "comunidad", sino al influjo de una le­gislación dirigida a la individualización de la propiedad y, sobre todo, por efecto de la expro­piación de las tierras comunales en favor del latifundismo. Demuestran, por ende, la vitalidad del comunismo indígena que impulsa invariable­mente a los aborígenes a variadas formas de cooperación y asociación. El indio, a pesar de las leyes de cien años de régimen repúblicano, no se ha hecho individualista. Y esto no pro­viene de que sea refractario al progreso como pretende el simplismo de sus interesados detrac­tores. Depende, más bien, de que el individualis­mo, bajo un régimen feudal, no encuentra las condiciones necesarias para afirmarse y desa­rrollarse. El comunismo, en cambio, ha segui­do siendo para el indio su única defensa. El in­dividualismo no puede prosperar, y ni siquiera existe efectivamente, sino dentro de un régimen de libre concurrencia. Y el indio no se ha sen­tido nunca menos libre que cuando se ha senti­do solo.

Por esto, en las aldeas indígenas donde se agrupan familias entre las cuales se han extin­guido los vínculos del patrimonio y del traba­jo comunitarios, subsisten aún, robustos y tena­ces, hábitos de cooperación y solidaridad que son la expresión empírica de un espíritu co­munista. La "comunidad" corresponde a este es­píritu. Es su órgano. Cuando la expropiación y el reparto parecen liquidar la "comunidad", el socialismo indígena encuentra siempre el medio de rehacerla, mantenerla o subrogarla. El traba­jo y la propiedad en común son reemplazados por la cooperación en el trabajo individual. Co­mo escribe Castro Pozo: "la costumbre ha quedado reducida a las mingas o reuniones de to­do el ayllu para hacer gratuitamente un trabajo en el cerco, acequia o casa de algún comu­nero, el cual quehacer efectúan al son de arpas y violines, consumiendo algunas arrobas de aguardiantes de caña, cajetillas de cigarros y mascadas de coca". Estas costumbres han lleva­do a los indígenas a la práctica -incipiente y rudimentaria por supuesto- del contrato colec­tivo de trabajo, más bien que del contrato individual. No son los individuos aislados los que alquilan su trabajo a un propietario o contratis­ta; son mancomunadamente todos los hombres útiles de la "parcialidad".

LA "COMUNIDAD" Y EL

LATIFUNDIO

L

a defensa de la "comunidad" indígena no reposa en principios abstractos de justicia ni en sentimentales consideraciones tradicionalistas, sino en razones concretas y prácticas de orden económico y social. La propiedad comunal no re­presenta en el Perú una economía primitiva a la que haya reemplazado gradualmente una econo­mía progresiva fundada de la propiedad indivi­dual. No; las "comunidades" han sido despoja­das de sus tierras en provecho del latifundio feudal o semifeudal, constitucionalmente incapaz de progreso técnico (18).

En la costa, el latifundio ha evolucionado, -desde el punto de vista de los cultivos-, de la rutina feudal a la técnica capitalista, mientras la comunidad indígena ha desaparecido como explotación comunista de la tierra. Pero en la sierra, el latifundio ha conservado íntegramente su carácter feudal, oponiendo una resistencia mucho mayor que la "comunidad" al desenvolvimiento de la economía capitalista. La "comu­nidad", en efecto, cuando se ha articulado, por el paso de un ferrocarril, con el sistema comer­cial y las vías de transporte centrales, ha llegado a transformarse espontáneamente, en una coo­perativa. Castro Pozo, que como jefe de la sec­ción de asuntos indígenas del Ministerio de Fo­mento acopió abundantes datos sobre la vida de las comunidades, señala y destaca el sugestivo caso de la parcialidad de Muquiyauyo, de la cual dice que representa los caracteres de las coope­rativas de producción, consumo y crédito. "Due­na de una magnífica instalación o planta eléc­trica en las orillas del Mantaro, por medio de la cual proporciona luz y fuerza motriz, para pequeñas industrias a los distritos de Jauja, Concepción, Mito, Muqui, Sincos, Huaripampa y Muquiyauyo, se ha transformado en la institu­ción comunal por excelencia; en la que no se ha relajado sus costumbres indígenas, y antes bien han aprovechado de ellas para llevar a cabo la obra de la empresa; han sabido disponer del dinero que poseían empleándolo en la adquisi­ción de las grandes maquinarias y ahorrado el valor de la mano de obra que la "parcialidad" ha ejecutado, lo mismo que si se tratara de la construcción de un edificio comunal: por mingas en las que hasta las mujeres y niños han sido elementos útiles en el acarreo de los materiales de construcción".(19)

La comparación de la "comunidad" y el lati­fundio como empresa de producción agrícola, es desfavorable para el latifundio. Dentro del régi­men capitalista, la gran propiedad sustituye y desaloja a la pequeña propiedad agrícola por su aptitud para intensificar la producción mediante el empleo de una técnica avanzada de cultivo. La industrialización de la agricultura, trae apa­rejada la concentración de la propiedad agraria. La gran propiedad aparece entonces justificada por el interés de la producción, identificado, teó­ricamente por lo menos, con el interés de la sociedad. Pero el latifundio no tiene el mismo efec­to, ni responde, por consiguiente, a una nece­sidad económica. Salvo los casos de las hacien­das de caña -que se dedican a la producción de aguardiante con destino a la intoxicación y embrutecimiento del campesino indígena-, los cultivos de los latifundios serranos, son gene­ralmente los mismos de las comunidades. Y las cifras de la producción no difieren. La falta de estadística agrícola no permite establecer con exactitud las diferencias parciales; pero todos los datos disponibles autorizan a sostener que los rendimientos de los cultivos de las comuni­dades, no son, en su promedio, inferiores a los cultivos de los latifundios. La única estadística de producción de la sierra, la del trigo, sufra­ga esta conclusión. Castro Pozo, resumiendo los datos de esta estadística en 1917-18, escribe lo siguiente: "La cosecha resultó, término medio, en 450 y 580 kilos por cada hectárea para la pro­piedad comunal e individual, respectivamente. Si se tiene en cuenta que las mejores tierras de producción han pasado a poder de los terrate­nientes, pues la lucha por aquéllas en los de­partamentos del Sur ha llegado hasta el extre­mo de eliminar al poseedor indígena por la vio­lencia o masacrándolo, y que la ignorancia del comunero lo lleva de preferencia a ocultar los datos exactos relativos al monto de la cosecha, disminuyéndolo por temor de nuevos impuestos o exacciones de parte de las autoridades políti­cas subalternas o recaudadores de éstos; se co­legirá fácilmente que la diferencia en la produc­ción por hectárea a favor del bien de la pro­piedad individual no es exacta y que razonable­mente, se la debe dar por no existente, por cuan­to los medios de producción y de cultivo, en una y otras propiedades, son idénticos".(20)

En la Rusia feudal del siglo pasado, el latifun­dio tenía rendimientos mayores que los de la pequeña propiedad. Las cifras en hectolitros y por hectárea eran las siguientes: para el centeno, 11.5 contra 9.4; para el trigo: 11 contra 9.1; para la avena: 15.4 contra 12.7; para la cebada: 11.5 contra 10.5; para las patatas: 92.3 contra 72. (21)

El latifundio de la sierra peruana resulta, pues, por debajo del execrado latifundio de la Rusia zarista como factor de producción.

La "comunidad", en cambio, de una parte acusa capacidad efectiva de desarrollo y transformación y de otra parte se presenta como un sistema de producción que mantiene vivos en el indio los estímulos morales necesarios para su máximo rendimiento como trabajador. Castro Pozo hace una observación muy justa cuando escribe que Ia comunidad indígena conserva dos grandes principios económicos sociales que hasta el presente ni la ciencia sociológica ni el empi­rismo de los grandes industrialistas han podido resolver satisfactoriamente: el contrato múltiple del trabajo y la realización de éste con menor desgaste fisiológico y en un ambiente de agra­dabilidad, emulación y compañerismo".(22)

Disolviendo o relajando la "comunidad", el régimen del latifundio feudal, no sólo ha ataca­do una institución económica sino también, y sobre todo, una institución social que defiende la tradición indígena, que conserva la función de la familia campesina y que traduce ese sentimiento jurídico popular al que tan alto valor asignan Proudhon y Sorel.(23)

EL RÉGIMEN DE TRABAJO. SERVIDUMBRE Y SALARIADO

E

l régimen de trabajo está determinado prin­cipalmente, en la agricultura, por el régimen de propiedad. No es posible, por tanto, sorprender­se de que en la misma medida en que sobre­vive en el Perú el latifundio feudal, sobreviva también, bajo diversas formas y con distintos nombres, la servidumbre. La diferencia entre la agricultura de la costa y la agricultura de la sierra, aparece menor en lo que concierne al trabajo que en lo que respecta a la técnica. La agricultura de la costa ha evolucionado con más o menos prontitud hacia una técnica capitalista en el cultivo del suelo y la transformación y co­mercio de los productos. Pero, en cambio, se ha mantenido demasiado estacionaria en su cri­terio y conducta respecto al trabajo. Acerca del trabajador, el latifundio colonial no ha renun­ciado a sus hábitos feudales sino cuando las circunstancias se lo han exigido de modo pe­rentorio.

Este fenómeno se explica, no sólo por el hecho de haber conservado la propiedad de la tie­rra los antiguos señores feudales, que han adop­tado, como intermediarios del capital extranje­ro, la práctica, más no el espíritu del capitalis­mo moderno. Se explica además por la menta­lidad colonial de esta casta de propietarios, acos­lumbrados a considerar el trabajo con el crite­rio de esclavistas y "negreros". En Europa, el señor feudal encarnaba, hasta cierto punto, la primitiva tradición patriarcal, de suerte que res­pecto de sus siervos se sentía naturalmente su­perior, pero no étnica ni nacionalmente diverso. Al propio terrateniente aristócrata de Europa le ha sido dable aceptar un nuevo concepto y una nueva práctica en sus relaciones con el traba­jador de la tierra. En la América colonial, mien­tras tanto, se ha opuesto a esta evolución, la orgullosa y arraigada convicción del blanco, de la inferioridad de los hombres de color.

En la costa peruana el trabajador de la tie­rra, cuando no ha sido el indio, ha sido el ne­gro esclavo, el coolí chino, mirados, si cabe, con mayor desprecio. En el latifundista costeño, han actuado a la vez los sentimientos del aris­tócrata medioeval y del colonizador blanco, saturados de prejuicios de raza.

El yanaconazgo y el "enganche" no son la única expresión de la subsistencia de métodos más o menos feudales en la agricultura coste­ña. El ambiente de la hacienda se mantiene íntegramente señorial. Las leyes del Estado no son válidas en el latifundio, mientras no obtienen el consenso tácito o formal de los grandes pro­pietarios. La autoridad de los funcionarios po­líticos o administrativos, se encuentra de hecho sometida a la autoridad del terrateniente en el territorio de su dominio. Este considera prácti­camente a su latifundio fuera de la potestad del Estado, sin preocuparse mínimamente de los de­rechos civiles de la población que vive dentro de los confines de su propiedad. Cobra arbitrios, otorga monopolios, establece sanciones contra­rias siempre a la libertad de los braceros y de sus familias. Los transportes, los negocios y hasta las costumbres están sujetas al control del propietario dentro de la hacienda. Y con frecuen­cia las rancherías que alojan a la población obre­ra, no difieren grandemente de los galpones que albergaban a la población esclava.

Los grandes propietarios costeños no tienen legalmente este orden de derechos feudales o semifeudales; pero su condición de clase dominan­te y el acaparamiento ilimitado de la propiedad de la tierra en un territorio sin industrias y sin transportes les permite prácticamente un poder casi incontrolable. Mediante el "enganche" y el yanaconazgo, los grandes propietarios resisten al establecimiento del régimen del salario libre, funcionalmente necesario en una economía libe­ral y capitalista. El "enganche", que priva al bracero del derecho de disponer de su perna y su trabajo, mientras no satisfaga las obligacio­nes contraídas con el propietario, desciende inequívocamente del tráfico semiesclavista de coolíes; el yanaconazgo es una variedad del sis­tema de servidumbre a través del cual se ha prolongado la feudalidad hasta nuestra edad ca­pitalista en los pueblos política y económica­mente retardados. El sistema peruano del yana­conazgo se identifica, por ejemplo, con el siste­ma ruso del polovníschestvo dentro del cual los frutos de la tierra, en unos casos, se dividían en partes iguales entre el propietario y el cam­pesino y en otros casos este último no recluta sino una tercera parte.(24)

La escasa población de la costa representa para las empresas agrícolas una constante amena­za de carencia o insuficiencia de brazos. El yana­conazgo vincula a la tierra a la poca población regnícola, que sin esta mínima garantía de usu­fructo de tierra, tendería a disminuir y emigrar. El "enganche" asegura a la agricultura de la costa el concurso de los braceros de la sierra que, si bien encuentran en las haciendas coste­ñas un suelo y un medio extraños, obtienen al menos un trabajo mejor remunerado.

Esto indica que, a pesar de todo y aunque no sea sino aparente o parcialmente (25) la situación del bracero en los fundos de la costa es mejor que en los feudos de la sierra, donde el feuda­lismo mantiene intacta su omnipotencia. Los te­rratenientes costeños, se ven obligados a admi­tir, aunque sea restringido y atenuado, el régi­men del salario y del trabajo libres. El carácter capitalista de sus empresas los constriñe a la concurrencia. El bracero conserva, aunque sólo sea relativamente, su libertad de emigrar así co­mo de rehusar su fuerza de trabajo al patrón que lo oprime demasiado. La vecindad de puer­tos y ciudades; la conexión con las vías moder­nas de tráfico y comercio, ofrecen, de otro la­do, al bracero, la posibilidad de escapar a su destino rural y de ensayar otro medio de ganar su subsistencia.

Si la agricultura de la costa hubiera tenido otro carácter, más progresista, más capitalista, habría tendido a resolver de manera lógica, el problema de los brazos sobre el cual tanto se ha declamado. Propietarios más avisados, se ha­brían dado cuenta de que, tal como funciona casta ahora, el latifundio es un agente de despoblación y de que, por consiguiente, el proble­ma de los brazos constituye una de sus más cla­ras y lógicas consecuencía.(26)

En la misma medida en que progresa en la agricultura de la costa la técnica capitalista, el salariado reemplaza al yanaconazgo. El cultivo científico -empleo de máquinas, abonos, etc.- no se aviene con un régimen de trabajo pecu­liar de una agricultura rutinaria y primitiva. Pe­ro el factor demográfico -el "problema de los brazos"-, opone una resistencia seria a este proceso de desarrollo capitalista. El yanaconaz­go y sus variedades sirven para mantener en los valles una base demográfica que garantice a las negociaciones el mínimo de brazos necesarios para las labores permanentes. El jornalero inmi­grante no ofrece las mismas seguridades de continuidad en el trabajo que el colono nativo o el yanacón regnícella. Este último, representa, además, el arraigo de una familia campesina, cuyos hijos mayores se encontrarán más o menos forzados a alquilar sus brazos al hacendado.

La constatación de este hecho, conduce aho­ra a los propios grandes propietarios a conside­rar la conveniencia de establecer muy gradual y prudentemente, sin sombra de ataque a sus intereses, colonias o núcleos de pequeños pro­pietarios. Una parte de las tierras irrigadas en el Imperial han sido reservadas así a la peque­ña propiedad. Hay el propósito de aplicar el mismo principio en las otras zonas donde se realizan trabajos de irrigación. Un rico propie­tario inteligente y experimentado que conversa­ba conmigo últimamente, me decía que la exis­tencia de la pequeña propiedad, al lado de la gran propiedad, era indispensable a la forma­ción de una población rural, sin la cual la ex­plotación de la tierra, estará siempre a merced de las posibilidades de la inmigración o del "en­ganche". El programa de la Compañía de Sub-división Agraria, es otra de las expresiones de una política agraria tendiente al establecimien­to paulatino de la pequeña propiedad (27).

Pero, como esta política evita sistemática­mente la expropiación, o, más precisamente, la expropiación en vasta escala por el Estado, por razón de utilidad pública o justicia distributiva, y sus restringidas posibilidades de desenvolvi­miento, están por el momento circunscritas a po­cos valles, no resulta probable que la pequeña propiedad reemplace oportuna y ampliamente al. yanaconazgo en su función demográfica. En los valles a los cuales el "enganche" de braceros de la sierra no sea capaz de abastecer de bra­zos, en condiciones ventajosas para los hacen­dados, el yanaconazgo subsistirá, pues, por algún tiempo, en sus diversas variedades, junto con el salariado.

Las formas de yanaconazgo, aparcería o arrendamiento, varían en la costa y en la sie­rra según las regiones, los usos o los cultivos. Tienen también diversos nombres. Pero en su misma variedad se identifican en general con los métodos precapitalistas de explotación de la tierra observados en otros países de agricultura semifeudal. Verbigracia, en la Rusia zarista. El sistema de otrabotki ruso presentaba todas las variedades del arrendamiento por trabajo, dinero o frutos existentes en el Perú. Para comprobar­lo no hay sino que leer lo que acerca de ese sistema escribe Schkaff en su documentado li­bro sobre la cuestión agraria en Rusia: "Entre el antiguo trabajo servil en que la violencia o la coacción juegan un rol tan grande y el trabajo libre en que la única coacción que subsiste es una coacción puramente económica, aparece to­do un sistema transitorio de formas extrema­damente variadas que unen los rasgos de la barchtchina y del salariado. Es el otrabotots­chnaía sistema. El salario es pagado sea en di­nero en caso de locación de servicios, sea en productos, sea en tierra; en este último caso (otrabotki en el sentido estricto de la palabra) el propietario presta su tierra al campesino a guisa de salario por el trabajo efectuado por éste en los campos señoriales". "El pago del trabajo, en el sistema de otrabotki, es siempre in­ferior al salario de libre alquiler capitalista. La retribución en productos hace a los propieta­rios más independientes de las variaciones de precios observados en los mercados del trigo y del trabajo. Encuentran en los campesinos de su vecindad una mano de obra más barata y gozan así de un verdadero monopolio local". "El arren­damiento pagado por el campesino reviste for­mas diversas: a veces, además de su trabajo, el campesino debe dar dinero y productos. Por una deciatina que recibirá, se comprometerá a tra­bajar una y media deciatina de tierra señorial, a dar diez huevos y una gallina. Entregará tam­bién el estiércol de su ganado, pues todo, hasta el estiércol, se vuelve objeto de pago. Frecuen­temente aún el campesino se obliga "a hacer to­do lo que exigirá el propietario", a transportar las cosechas, a cortar la leña, a cargar los fardos" (28).

En la agricultura de la sierra se encuentran particular y exactamente estos rasgos de pro­piedad y trabajo feudales. El régimen del sala­rio libre no se ha desarrollado ahí. El hacenda­do no se preocupa de la productividad de las tie­rras. Sólo se preocupa de su rentabilidad. Los factores de la producción se reducen para él casi únicamente a dos: la tierra y el indio. La pro­piedad de la tierra le permite explotar ilimita­damente la fuerza de trabajo del indio. La usu­ra practicada sobre esta fuerza de trabajo -que se traduce en la miseria del indio-, se suma a la renta de la tierra, calculada al tipo usual de arrendamiento. El hacendado se reserva las me­jores tierras y reparte las menos productivas en­tre sus braceros indios, quienes se obligan a tra­bajar de preferencia y gratuitamente las prime­ras y a contentarse para su sustento con los fru­tos de las segundas. El arrendamiento del sue­lo es pagado por el indio en trabajo o frutos, muy rara vez en dinero, (por ser la fuerza del indio lo que mayor valor tiene para el propie­tario), más comúnmente en formas combinadas o mixtas. Un estudio del doctor Ponce de León de la Universidad del Cuzco, que entre otros informes tengo a la vista, y que revista con documentación de primera mano todas las varie­dades de arrendamiento y yanaconazgo en ese vasto departamento, presenta un cuadro bastan­te objetivo, -a pesar de las conclusiones del autor, respectuosas a los privilegios de los propietarios-, de la explotación feudal. He aquí algunas de sus constataciones: "En la provin­cia de Paucartambo el propietario concede el uso de sus terrenos a un grupo de indígenas con la condición de que hagan todo el trabajo que requiere el cultivo de los terrenos de la hacienda, que se ha reservado el dueño o patrón. Gene­ralmente trabajan tres días alternativos por se­mana durante todo el año. Tienen además los arrendatarios o "yanaconas" como se les llama en esta provincia, la obligación de acarrear en sus propias bestias la cosecha del hacendado a esta ciudad sin remuneración; y la de servir de pongos en la misma hacienda o más comúnmen­te en el Cuzco, donde preferentemente residen los propietarios". Cosa igual ocurre en Chum­bivilcas. Los arrendatarios cultivan la extensión que pueden, debiendo en cambio trabajar para el patrón cuantas veces lo exija. Esta forma de arrendamiento puede simplificarse así: el pro­pietario propone al arrendatario: utiliza la exten­sión de terreno que "puedas", con la condición de trabajar en mi provecho siempre que yo lo necesite". "En la provincia de Anta el propieta­rio cede el uso de sus terrenos en las siguientes condiciones: el arrendatario pone de su parte el capital (semilla, abonos) y el trabajo necesario para que el cultivo se realice hasta sus últimos momentos (cosecha). Una vez concluido, el arren­datario y el propietario se dividen por partes iguales todos los productos. Es decir que cada uno de ellos recoge el 50 por ciento de la pro­ducción sin que el propietario haya hecho otra cosa que ceder el uso de sus terrenos sin abonar­los siquiera. Pero no es esto todo. El aparcero está obligado a concurrir personalmente a los trabajos del propietario si bien con la remune­ración acostumbrada de 25 centavos diarios" (29).

La confrontación entre estos datos y los de Schkaff, basta para persuadir de que ninguna de las sombrías fases de la propiedad y el traba­jo precapitalistas falta en la sierra feudal.

"COLONIALISMO" DE NUESTRA
AGRICULTURA COSTEÑA

E

l grado de desarrollo alcanzado por la in­dustrialización de la agricultura, bajo un régimen y una técnica capitalistas, en los valles de la costa, tiene su principal factor en el interesamiento del capital británico y norteamericano en la producción peruana de azúcar y algodón. De la extensión de estos cultivos no es un agen­te primario la aptitud industrial ni la capacidad capitalista de los terratenientes. Estos dedican sus tierras a la producción de algodón y caña financiados o habilitados por fuertes firmas ex­portadoras.

Las mejoras tierras de los valles de la costa están sembradas de algodón y caña, no precisamente porque sean apropiadas sólo a estos cul­tivos, sino porque únicamente ellos importan, en la actualidad, a los comerciantes ingleses y yan­quis. El crédito agrícola -subordinado absolutamente a los intereses de estas firmas, mien­tras no se establezca el Banco Agrícola Nacio­nal-, no impulsa ningún otro cultivo. Los de frutos alimenticios, destinados al mercado inter­no, están generálmente en manos de pequeños propietarios y arrendatarios. Sólo en los valles de Lima, por la vecindad de mercados urbanos de importancia, existen fundos extensos dedi­cados por sus propietarios a la producción de frutos alimenticios. En las haciendas algodone­ras o azucareras, no se cultiva estos frutos, en muchos casos, ni en la medida necesaria para el abastecimiento de la propia población rural.

El mismo pequeño propietario, o pequeño arrendatario, se encuentra empujado al cultivo del algodón por esta corriente que tan poco tie­ne en cuenta las necesidades particulares de la economía nacional. El desplazamiento de los tra­dicionales cultivos alimenticios por el del algo­dón en las campiñas de la costa donde subsis­te la pequeña propiedad, ha constituido una de las causas más visibles del encarecimiento de las subsistencias en las poblaciones de la costa.

Casi únicamente para el cultivo del algodón, el agricultor encuentra facilidades comerciales. Las habilitaciones están reservadas, de arriba a abajo, casi exclusivamente al algodonero. La producción de algodón no está regida por nin­gún criterio de economía nacional. Se produce para el mercado mundial, sin un control que pre­vea en el interés de esta economía, las posibles bajas de los precios derivados de perío­dos de crisis industrial o de superproducción algodonera.

Un ganadero me observaba últimamente que, mientras sobre una cosecha de algodón el crédito que se puede conseguir no está limitado sino por las fluctuaciones de los precios, sobre un rebaño o un criadero, el crédito es completa­mente convencional o inseguro. Los ganaderos de la costa no pueden contar con préstamos ban­carios considerables para el desarrollo de sus negocios. En la misma condición, están todos los agricultores que no pueden ofrecer como garan­tía de sus empréstitos, cosechas de algodón o caña de azúcar.

Si las necesidades del consumo nacional es­tuviesen satisfechas por la producción agrícola del país, este fenómeno no tendría ciertamente tanto de artificial. Pero no es así. El suelo del país no produce aún todo lo que la población ne­cesita para su subsistencia. El capítulo más alto de nuestras importaciones es el de "víveres y especias": Lp. 3'620,235, en el año 1924. Esta ci­fra, dentro de una importación total de diecio­cho millones de libras, denuncia uno de los problemas de nuestra economía. No es posible la supresión de todas nuestras importaciones de víveres y especias, pero sí de sus más fuertes renglones. El más grueso de todos es la impor­tación de trigo y harina, que en 1924 ascendió a más de doce millones de soles.

Un interés urgente y claro de la economía pe­ruana exige, desde hace mucho tiempo, que el país produzca el trigo necesario para el pan de su población. Si este objetivo hubiese sido alcan­zado, el Perú no tendría ya que seguir pagando al extranjero doce o más millones de soles al año por el trigo que consuenen las ciudades de la costa.

¿Por qué no se ha resuelto este problema de nuestra economía? No es sólo porque el Esta­do no se ha preocupado aún de hacer una po­lítica de subsistencias. Tampoco es, repito, por­que el cultivo de la caña y el de algodón son los más adecuados al suelo y al clima de la cos­ta. Uno solo de los valles, uno solo de los llanos interandinos -que algunos kilómetros de ferro­carriles y caminos abrirían al tráfico- puede abastecer superabundantemente de trigo, ceba­da, etc., a toda la población del Perú. En la mis­ma costa, los españoles cultivaron trigo en los primeros tiempos de la colonia, basta el cataclis­mo que mudó las condiciones climatéricas del litoral. No se estudió posteriormente en forma científica y orgánica, la posibilidad de establecer ese cultivo. Y el experimento practicado en el Norte, en tierras del "Salamanca", demues­tran que existen variedades de trigo resistentes a las plagas que atacan en la costa este cereal y que la pereza criolla, hasta este experimento, parecía haber renunciado a vencer (30).

El obstáculo, la resistencia a una solución, se encuentra en la estructura misma de la econo­mía peruana. La economía del Perú, es una eco­nomía. colonial. Su movimiento, su desarrollo, están subordinados a los intereses y a las nece­sidades de los mercados de Londres y de Nueva York. Estos mercados miran en el Perú un de­pósito de materias primas y una plaza para sus manufacturas. La agricultura peruana obtiene, por eso, créditos y transportes sólo para los pro­ductos que puede ofrecer con ventaja en los gran­des mercados. La finanza extranjera se interesa un día .por el caucho, otro día por el algodón, otro día por el azúcar. El día en que Londres puede recibir un producto a mejor precio y en cantidad suficiente de la India o del Egipto, abandona instantáneamente a su propia suerte a sus proveedores del Perú. Nuestros latifundis­tas, nuestros terratenientes, cualesquiera que sean las ilusiones que se hagan de su indepen­dencia, no actúan en realidad sino como inter­mediarios o agentes del capitalismo extranjero.

PROPOSICIONES FINALES

A

las proposiciones fundamentales, expuestas va en este estudio, sobre los aspectos presen­tes de la cuestión agraria en el Perú, debo agre­gar las siguientes:

1º. El carácter de la propiedad agraria en el Perú se presenta como una de las mayores trabas del propio desarrollo del capitalismo nacio­nal. Es muy elevado el porcentaje de las tierras, explotadas por arrendatarios grandes o medios, que pertenecen a terratenientes que jamás han manejado sus fundos. Estos terratenientes, por completo extraños y ausentes de la agricultura y de sus problemas, viven de su renta territorial sin dar ningún aporte de trabajo ni de inteligen­cia a la actividad económica del país. Corres­ponden a la categoría del aristócrata o del ren­tista, consumidor improductivo. Por sus heredi­tarios derechos de propiedad perciben un arren­damiento que se puede considerar como un ca­non feudal. El agricultor arrendatario correspon­de, en cambio, con más o menos propiedad, al tipo de jefe de empresa capitalista. Dentro de un verdadero sistema capitalista, la plusvalía obtenida por su empresa, debería beneficiar, a este industrial y al capital que financiase sus trabajos. El dominio de la tierra por una clase de rentistas, impone a la producción la pesada carga de sostener una renta que no está suje­ta a los eventuales descensos de los productos agrícolas. El arrendamiento no encuentra, gene­ralmente en este sistema, todos los estímulos in­dispensables para efectuar los trabajos de per­fecta valorización de las tierras y de sus culti­vos e instalaciones. El temor a un aumento de la locación, al vencimiento de su escritura, lo induce a una gran parsimonia en las inversio­nes. La ambición del agricultor arrendatario es, por supuesto, convertirse en propietario; pero su propio empeño contribuye al encarecimiento de la propiedad agraria en provecho de los la­tifundistas. Las condiciones incipientes del cré­dito agrícola en el Perú impiden una más inten­sa expropiación capitalista de la tierra para esta clase de industriales. La explotación capitalista e industrialista de la tierra, que requiere pa­ra su libre y pleno desenvolvimiento de elimi­nación de todo canon feudal, avanza por esto en nuestro país con suma lentitud. Hay aquí un problema, evidente no sólo para un criterio so­cialista sino también para un criterio capitalis­ta. Formulando un principio que integra el programa agrario de la burguesía liberal francesa, Edouard Herriot afirma que "la tierra exige la presencia real" (31) No está demás remarcar que a este respecto el Occidente no aventaja por cier­to al Oriente, puesto que la ley mahometana establece, como lo observa Charles Gide, que "la tierra pertenece al que la fecunda y vivifica".

2º- El latifundismo subsistente en el Perú se acusa, de otro lado, como la más grave barre­ra para la inmigración blanca. La inmigración que podemos esperar es, por obvias razones, de campesinos provenientes de Italia, de Europa Central y de los Balkanes. La población urbana occidental emigra en mucha menor escala y los obreros industriales saben, además, que tienen muy poco que hacer en la América Latina. Y bien. El campesino europeo no viene a Améri­ca para trabajar como bracero, sino en los ca­sos en que el alto salario le consiente ahorrar largamente. Y éste no es el caso del Perú. Ni el más miserable labrador de Polonia o de Rumania aceptaría el tenor de vida de nuestros jor­naleros de las haciendas de caña o algodón. Su aspiración es devenir pequeño propietario. Para que nuestros campos estén en grado de atraer esta inmigración es indispensable que puedan brindarle tierras dotadas de viviendas, animales herramientas y comunicadas con ferrocarriles mercados. Un funcionario o propagandista del fascismo, que visitó el Perú hace aproximada­mente tres años, declaró en los diarios locales que nuestro régimen de gran propiedad era incompatible con un programa de coloniza­ción e inmigración capaz de atraer al campesino italiano.

3º.El enfeudamiento de la agricultura de la costa a los intereses de los capitales y los mercados británicos y americanos, se opone no sólo a que se organice y desarrolle de acuerdo con las necesidades específicas de la economía na­cional -esto es asegurando primeramente el abastecimiento de la población- sino también a que ensaye y adopte nuevos cultivos. La mayor empresa acometida en este orden en los últimos años -la de las plantaciones de tabaco de Tumbes- ha sido posible sólo por la inter­vención del Estado. Este hecho abona mejor que ningún otro la tesis de que la política liberal del laisser faire, que tan pobres frutos ha dado en el Perú, debe ser definitivamente reemplaza­da por una política social de nacionalización de las grandes fuentes de riqueza.

4º. La propiedad agraria de la costa, no obs­tante los tiempos prósperos de que ha gozado, se muestra hasta ahora incapaz de atender los problemas de la salubridad rural, en la medida que el Estado exige y que es, desde luego, asaz modesta. Los requerimientos de la Dirección de Salubridad Pública a los hacendados no consi­guen aún el cumplimiento de las disposiciones vigentes contra el paludismo. No se ha obteni­do siquiera un mejoramiento general de las rancherías. Está probado que la población rural de la costa arroja los más altos índices de mortalidad y morbilidad del país, (Exceptúase na­turalmente los de las regiones excesivamente mórbidas de la selva). La estadística demográfi­ca del distrito rural de Pativilca acusaba hace tres años una mortalidad superior a la natali­dad. Las obras de irrigación, como lo observa el ingeniero Sutton a propósito de la de Olmos, comportan posiblemente la más radical solución del problema de las paludes o pantanos. Pero, sin las obras de aprovechamiento de las aguas sobrantes del río Chancay realizadas en Huacho por el señor Antonio Graña, a quien se debe también un interesante plan de colonización y sin las obras de aprovechamiento de las aguas del subsuelo practicadas en Chiclín y alguna otra negociación del Norte, la acción del capital pri­vado en la irrigación de la costa peruana re­sultaría verdaderamente insignificante en los últimos años.

5º. En la sierra, el feudalismo agrario sobreviviente se muestra del todo inepto como crea­dor de riqueza y de progreso. Excepción hecha de las negociaciones ganaderas que exportan la­na y alguna otra; en los valles y planicies se­rranos el latifundio tiene una producción mise­rable. Los rendimientos del suelo son ínfimos; los métodos de trabajo, primitivos. Un órgano de la prensa local decía una vez que en la sie­rra peruana el gamonal aparece relativamente tan pobre como el indio. Este argumento -que resulta completamente nulo dentro de un crite­rio de relatividad- lejos de justificar al gamo­nal, lo condena inapelablemente. Porque para la economía moderna -entendida como ciencia objetiva y concreta- la única justificación del capitalismo y de sus capitanes de industria y de imanta está en su función de creadores de riqueza, En el plano económico, el señor feudal o gamonal es el primer responsable del poco va­lor de sus dominios. Ya hemos visto cómo este latifundista no se preocupa de la productividad sino de la rentabilidad de la tierra. Ya hemos visto también cómo, a pesar de ser sus tierras las mejores, sus cifras de producción no son mayores que las obtenidas por el indio, con su primitivo equipo de labranza, en sus magras tie­rras comunales. El gamonal, como factor eco­nómico, está, pues, completamente descalificado.

6º. Como explicación de este fenómeno se di­ce que la situación económica de la agricultura de la sierra depende absolutamente de las vías de comunicación y transporte. Quienes así razonan no entienden sin duda la diferencia orgá­nica, fundamental, que existe entre una econo­mía feudal o sernifeudal y una economía capi­talista. No comprenden que el tipo patriarcal de terrateniente feudal es sustancialmente distinto del tipo del moderno jefe de empresa. De otro lado el gamonalismo y el latifundismo aparecen también como un obstáculo hasta para la eje­cución del propio programa vial que el Estado sigue actualmente. Los abusos e intereses de los gamonales se oponen totalmente a luna recta apli­cación de la ley de conscripción vial. El indio la mira instintivamente como una arma del gamo­nalismo. Dentro del régimen inkaico, el servicio vial debidamente establecido sería un servicio público obligatorio, del todo compatible con los principios del socialismo moderno; dentro del régimen colonial de latifundio y servidumbre, el mismo servicio adquiere el carácter odioso de una "mita".

(1) Luís E. Valcácel, Del Ayllu al Imperio, p. 166

(2) César Antonio Ugarte, Bosquejo de la Historia Económica del Perú, p.9

(3) Javier Prado, "Estado Social del Perú durante la do­minación española", en Anales Universitarios del Perú, tomo XXII, p. 125 y 126.

(4) Ugarte, ob. citada, p. 64.

(5). José Vasconcelos, Indología.

(6). Javier Prado, ob, citada, P. 37.

(7). Georges Sorel, Introduction a L Econonile Moderne, p. 120 y 130.

(8). Ugarte, ob. citada, p. 24.

(9). Eugéne Schkaff, La Question Agrame en Russie, p. 118.

(10). Esteban Echeverría, Antecedentes y primeros pasos de la revolución. de Mayo.

(11). Vasconcelos, conferencia sobre "El Nacionalismo en la América Latina", en Amauta N? 4, P. 15. Este juicio, exac­to en lo que respecta a las relaciones entre caudillaje mili­tar y propiedad agraria en América, no es igualmente váli­do para todas las épocas y situaciones históricas. No es po­sible, suscribirlo sin esta precisa reserva.

12. Ugarte, ob. citada, p. 57

(13). Le Pérou Contemporain, p. 98 y 99. 14. Ugarte, ob. citada, p. 58.

(14) Ugarte, ob. Citada, p. 58

(15). Si la evidencia histórica del comunismo inkaico no apareciese incontestable, la comunidad, órgano especifico de comunismo, bastaría para despejar cualquier duda. El "des­potismo" de los inkas ha herido, sin embargo, los escrúpu­los liberales de algunos espíritus de nuestro tiempo. Quie­ro reafirmar aquí la defensa que hice del comunismo inkai­co objetando la tesis de su más reciente impugnador, Augus­to Aguirre Morales, autor de la novela El Pueblo del Sol.

El comunismo moderno es una cosa distinta del comu­nismo inkaico. Esto es lo primero que necesita aprender y entender, el hombre de estudio que explora el Tawantinsu­yo. Uno y otro comunismo son un producto de diferentes experiencias humanas. Pertenecen a distintas épocas históri­cas. Constituyen la elaboración de disímiles civilizaciones. La de los inkas fue una civilización agraria. La de Marx y Sorel es una civilización industrial. En aquélla el hombre se sometía a la naturaleza. En ésta la naturaleza se some­te a veces al hombre. Es absurdo, por ende, confrontar las formas y las instituciones de uno y otro comunismo. Lo único que puede confrontarse es su incorpórea semejanza esencial, dentro de la diferencia esencial y material de tiem­po y de espacio. Y para esta confrontación hace falta un poco de relativismo histórico. De otra suerte se corre el riesgo cierto de caer en los clamorosos errores en que ha caído Víctor Andrés Belaúnde en una tentativa de ese género.

Los cronistas de la conquista y de la colonia miraron el panorama indígena con ojos medioevales. Su testimonio indudablemente no puede ser aceptado, sin beneficio de in­ventario.

Sus juicios corresponden inflexiblemente a sus puntos de vista españoles y católicos. Pero Aguirre Morales es, a su turno, víctima del falaz punto de vista. Su posición en el estudio del Imperio Inkaico no es una posición relativis­ta. Aguirre considera y examina el Imperio con apriorismos liberales e individualistas. Y piensa que el pueblo inkaico fue un pueblo esclavo e infeliz porque careció de libertad.

La libertad individual es un aspecto del complejo fe­nómeno liberal. Una crítica realista puede definirla como la base jurídica de la civilización capitalista. (Sin el libre arbitrio no habría libre tráfico, ni libre concurrencia, ni libre industria). Una crítica idealista puede definirla como una adquisición del espíritu humano en la edad moderna. En ningún caso, esta libertad cabía en la vida inkaica. El hombre del Tawantinsuyo no sentía absolutamente ninguna necesidad de libertad individual. Así como no sentía abso­lutamente, por ejemplo, ninguna necesidad de libertad de imprenta. La libertad de imprenta puede servirnos para al­go a Aguirre Morales y a mí; pero los indios podían ser felices sin conocerla y aun sin concebirla. La vida y el es­píritu del indio no estaban atormentados por el afán de es­peculación y de creación intelectuales. No estaban tampo­co subordinados a la necesidad de comerciar, de contratar, de traficar. ¿Para qué podría servirle, por consiguiente, al indio esta libertad inventada por nuestra civilización? Si el espíritu de la libertad se reveló al quechua, fue sin duda en una fórmula o, más bien, en una emoción diferente de la fórmula liberal, jacobina e individualista de la libertad. La revelación de la libertad, como la revelación de Dios, va­ría con las edades, los pueblos y los climas. Consustanciar la idea abstracta de la libertad con las imágenes concretas de una libertad con gorro frigio -hija del Protestantismo y del Renacimeinto y de la Revolución Francesa- es dejar­se coger por una ilusión que depende tal vez de un me­ro, aunque no desinteresado, astigmatismo filosófico de la burguesía y de su democracia.

La tesis de Aguirre, negando el carácter comunista de la sociedad inkaica, descansa íntegramente en un concepto erróneo. Aguirre parte de la idea de que autocracia y co­munismo son dos términos inconciliables. El régimen inkai­co –constata- fue despótico y teocrático; luego –afirma- no fue comunista. Mas el comunismo no supone, histórica­mente, libertad individual ni sufragio popular. La autocra­cia y el comunismo son incompatibles en nuestra época; pero no lo fueron en sociedades primitivas. Hoy un orden nuevo no puede renunciar a ninguno de los progresos mo­rales de la sociedad moderna. El socialismo contemporáneo otras épocas han tenido otros tipos de socialismo que la historia designa con diversos nombres es la antítesis del liberalismo; pero nace de su entraña y se nutre de su expe­riencia. No desdeña ninguna de sus conquistas intelectuales. No escarnece y vilipendia sino sus limitaciones. Aprecia y comprende todo lo que en la idea liberal hay de positivo: condena y ataca sólo lo que en esta idea hay de negativo y temporal.

Teocrático y despótico fue, ciertamente, el régimen inkaico. Pero este es un rasgo común de todos los regíme­nes de la antigüedad. Todas las monarquías de la historia se han apoyado en el sentimiento religioso de sus pueblos. El divorcio del poder temporal y del poder espiritual es un hecho nuevo. Y más que un divorcio es una separación de cuerpos. Hasta Guillermo de Hohenzollern los monarcas han invocado su derecho divino.

No es posible hablar de tiranía abstractamente. Una ti­ranía es un hecho concreto. Y es real sólo en la medida en que oprime la voluntad de un pueblo o en que contra­ría y sofoca su impulso vital. Muchas veces, en la antigüedad, un régimen absolutista y teocrático ha encarnado y representado, por el contrario, esa voluntad y ese impulso. Este parece haber sido el caso del imperio inkaico. No creo en la obra taumatúrgica de los Inkas. Juzgo evidente su capacidad política; pero juzgo no menos evidente que su obra consistió en construir el Imperio con los materiales humanos y los elementos morales allegados por los siglos. El ayllu -la comunidad-, fue la célula del Imperio. Los Inkas hicieron la unidad, inventaron el Imperio; pero no crearon la célula. El Estado jurídico organizado por los Inkas reprodujo, sin duda, el Estado natural pre-existente. Los Inkas no violentaron nada. Está bien que se exalte su obra; no que se desprecie y disminuya la gesta milenaria y mul­titudinaria de la cual esa obra no es sino una expresión y una consecuencia.

No debe empequeñecer, ni mucho menos negar, lo que en esa obra pertenece a la masa. Aguirre, literato individualista, se complace en ignorar en la historia a la muche­dumbre. Su mirada de romántico busca exclusivamente al héroe.

Los vestigios de la civilización inkaica declaran unáni­memente, contra la requisitoria de Aguirre Morales. El autor de El Pueblo del Sol invoca el testimonio de los millares de huacos que han desfilado ante sus ojos. Y bien. Esos huacos dicen que el arte inkaico fue un arte popular. Y el mejor documento de la civilización inkaica es, acaso, su arte. La cerámica estilizada sintetista de los indios no pue­de haber sido producida por un pueblo grosero y bárbaro.

James George Frazer, -muy distante espiritual y física­mente de los cronistas de la colonia-, escribe: -Remontando el curso de la historia, se encontrará que no es por un puro accidente que los primeros grandes pasos hacia la civilización han sido hechos bajo gobiernos despóticos y teocráticos como los de la China, del Egipto, de Babilonia, de México, del Perú, países en todos los cuales el jefe su­premo exigía y obtenía la obediencia servil de sus súbditos por su doble carácter de rey y de dios. Sería apenas una exageración decir que en esa época lejana el despotismo es el más grande amigo de la humanidad y, por paradojal que esto parezca, de la libertad. Pues después de todo, hay más libertad, en el mejor sentido de la palabra -libertad de pen­sar nuestros pensamientos y de modelar nuestros destinos- bajo el despotismo más absoluto y la tiranía más opresora que bajo la aparente libertad de la vida salvaje, en la cual la suerte del individuo, de la cuna a la tumba, es vaciada en el molde rígido de las costumbres hereditarias" (The Golden Bough, Part. l).

Aguirre Morales dice que en la sociedad inkaica se des­conocía el robo por una simple falta de imaginación para el mal. Pero no se destruye con una frase de ingenioso humorismo literario un hecho social que prueba, precisamente, lo que Aguirre se obstina en negar: el comunismo inkaico. El economista francés Charles Gide piensa que, más exacta que la célebre fórmula de Proudhon, es la siguien­te fórmula: -El robo es la "propiedad". En la sociedad inkaica no existía el robo porque no existía la propiedad. O, si se quiere, porque existía una organización socialis­ta de la propiedad.

Invalidemos y anulemos, si hace falta, el testimonio de los cronistas de la colonia. Pero es el caso que la teo­ría de Aguirre busca amparo, justamente, en la interpre­tación, medioeval en su espíritu, de esos cronistas, de la forma de distribución de las tierras y de los productos.

Los frutos del suelo no son atesorables. No es verosí­mil, por consiguiente, que las dos terceras partes fuesen acaparadas para el consumo de los funcionarios y sacerdo­tes del Imperio. Mucho más verosímil es que los frutos que se supone reservados para los nobles y el Inka, estu­viesen destinados a constituir los depósitos del Estado.

Y que representasen, en suma, un acto de providencia social, peculiar y característico en un orden socialista.

(16). Castro Pozo, Nuestra Comunidad Indígena.

(17)Ibid., p 16 y 17.

(18). Escrito este trabajo, encuentro en el libro de Hava de la Torre Por la emancipación de la América Latina, con­ceptos que coinciden absolutamente con los míos sobre la cuestión agraria en general y sobre la comunidad indígena en particular. Partimos de los mismos puntos de vista, de manera que es forzoso que nuestras conclusiones sean tam­bién las mismas.

19. Castro Pozo, ob. citada, p. 66 y 67.

(20). Ibid., p. 434.

(21). Schkaff, ob. citada, p. 188.

(22) Castro Pozo, ob. citada, p. 47. El autor tiene observaciones muy interesantes sobre los elementos espirituales de la economía comunitaria. "La energía, perseverancia e interés –apunta- con que un comunero siega, gavilla el trigo o la cebada, quipicha (quipichar: cargar a la espalda. Costumbre indígena extendida en toda la sierra. Los car­gadores, fleteros y estibadores de la costa, cargan sobre el hombro) y desfila, a paso ligero, hacia la era alegre, co­rriéndole una broma al compañero o sufriendo la del que va detrás halándole el extremo de la manta, constituyen una tan honda y decisiva diferencia, comparados con la desidia, trialdad, laxitud del ánimo y, al parecer, cansancio, con que prestan sus servicios los yanacones, en idénticos trabajos u otros de la misma naturaleza: que a primera vista salta el abismo que diversifica el valor de ambos estados psico­físicos, y la primera interrogación que se insinúa al espíritu es la de ¿qué influencia ejerce en el proceso del trabajo, su objetivación y finalidad concreta e inmediata".

(23). Sorel, que tanta atención ha dedicado a los con­ceptos de Proudhon y Le Play sobre el rol de la familia en la estructura y el espíritu de la sociedad, ha considerado con buida y sagaz penetración "la parte espiritual del medio económico". Si algo ha echado de menos en Marx, ha sido un insuficiente espíritu jurídico, aunque haya conve­nido en que este aspecto de la producción no escapaba al dialéctico de Treves. "Se sabe -escribe en su Introduction a I.Teonomie, Moderne- que la observación de las costum­bres de las familias de la plana sajona impresionó mucho a Le Play en el comienzo de sus viajes y ejerció una in­fluencia decisiva sobre su pensamiento. Me he preguntado si Marx no había pensado en estas antiguas costumbres cuando ha acusado al capitalismo de hacer del proletario un hombre sin familia". Con relación a las observaciones de Castro Pozo, quiero recordar otro concepto de Sorel: "El trabajo depende, en muy vasta medida, de los senti­mientos que experimentan los obreros ante su tarea".

(24). Schkaff, ob. citada, p. 135.

(25) No hay que olvidar, por lo que toca a los braceros serranos, el efecto extenuante de la costa cálida e insalubre en el organismo del indio de la sierra, presa segura del paludismo, que lo amenaza y predispone a la tubercu­losis. Tampoco hay que olvidar el profundo apego del indio a sus lares y a su naturaleza. En la costa se siente un exilado, un mitimae.

(26) Una de las constataciones más importantes a que este tópico conduce es la de la íntima solidaridad de nuestro problema agrario con nuestro problema demográfico. La concentración de las tierras en manos de los gamonales constituye un freno, un cáncer de la demografía nacional. Sólo cuando se haya roto esa traba del progreso peruano, se habrá adoptado realmente el principio sud-americano: "Gobernar es poblar".

(27). El proyecto concebido por el Gobierno con el obje­to de crear la pequeña propiedad agraria se inspira en el criterio económico liberal y capitalista. En la costa su apli­cación, subordinada a la expropiación de fundos y a la irri­gación de tierras eriazas, puede corresponder aún a posi­bilidades más o menos amplias de colonización. En la Sie­rra sus efectos serían mucho más restringidos y dudosos. Como todas las tentativas de dotación de tierras, que re­gistra nuestra historia republicana, se caracteriza por su prescindencia del valor social de la "comunidad" y por su timidez ante el latifundista cuyos intereses salvaguarda con expresivo celo. Estableciendo el pago de la parcela al conta­do o en 20 anualidades, resulta inaplicable en las regiones de sierra donde no existe todavía una economía comercial monetaria. El pago, en estos casos, debería ser estipulado no en dinero sino en productos. El sistema del Estado de adquirir fondos para repartirlos entre los indios manifies­ta un extremado miramiento por los latifundistas, a los cua­les ofrece la ocasión de vender fundos poco productivos o mal explotados, en condiciones ventajosas.

(28). Schkaff, ob citada, p. 133, 134 y 135.

(29). Francisco Ponce de León., Sistemas de arrenda­miento de terrenos del cultivo en el departamento del Cuz­co y el problema de la tierra.

(30). Los experimentos recientemente practicados, en dis­tintos puntos de la Costa, por la Comisión Impulsora del Cultivo del Trigo, han tenido, según se anuncia, éxito satis­factorio. Se ha obtenido apreciables rendimientos de la va­riedad "Kappli Emmer", -inmune a la "roya"- aun en las "lomas".

(31). Herriot, Creer.

"

No hay comentarios:

Publicar un comentario